Manos cercenadas


El acto cruel que deja lisiado a un joven de 14 años al que le amputaron las dos manos, por presuntamente haber participado en un robo en una finca en la vía a Las Piñas, en Arjona, es el ejemplo fehaciente de una sociedad enferma, desigual, injusta, y en estado de descomposición más que de recomposición.
El pasado 2 de agosto los medios en la Costa Caribe y el país registraron otra grotesca noticia del mismo talante: en el municipio de Magangué la intolerancia entre miembros de dos familias por diferencias en sus preferencias musicales dejaron, tras una reyerta con armas blancas en un billar, a hombre sin un brazo y a una mujer sin una mano. Lo peor es que no hace falta ir hasta México y urgar en la cruel y fratricida guerra entre los carteles de la droga; o hasta las entrañas del Estado Islámico para buscar actos brutales "dignos" de manera infame, de ser tendencia en el mundo virtual. En Cartagena recientemente en la Variante Mamonal-Gambote, fueron hallados los cuerpos de dos hombres dentro de bolsas plásticas negras, en estado de descomposición, que habían sido descuartizados. En el país, como un término tristemente acuñado por los medios se habla de las “casas de piques”, grupos de bandoleros con la inhumana experticia en descuartizar personas, como una penosa realidad nacional.
Y como colofón el súmmum de todo parece ser la impunidad y la indolencia porque nada se resuelve, nadie sale castigado, todo se olvida.
Cada tanto nos sobrecogen los hechos de la crueldad de las guerras en el mundo: Siria, Libia, los actos terroristas en París, Bélgica, del narcoterrorismo en México, los actos de ISIS, en fin. Pero la viga en el ojo propio la pasamos de manera olímpica en el carrete de nuestra propia historia social como si no fuera con nosotros.
Quizá la falta de una memoria recurrente nos hace perder de vista el oscuro panorama que han dejado las guerras en Colombia, incluidos los conflictos del narcoterrorismo, en donde una generación de sicarios y matones se hizo experta en descuartizar ciudadanos, campesinos, políticos, periodistas, líderes.
Entonces ponemos mensajes de dolor en muros y estados de cada una de las cuentas personales en redes sociales. Tomamos partido en la polarizada sociedad colombiana cuyos odios efervescentes se limitan a solo dos palabras: Sí o No. O a dos conceptos: A mató más que B, por tanto B debe tomar venganza.
Vivimos un país,en una región, en una ciudad, en una esquina, ya no de manos atadas al vaivén de los violentos si no de “manos cercenadas”, como el acto mismo del presunto ladronzuelo de la finca, sin poder opinar ni pedir justicia.
Creo que al igual que la pena para abusadores de menores, maltratadores de mujeres, los actores de este tipo de actos, de justicia por las manos, deben pagar con penas ejemplarizantes.
El clamor ciudadano por bajar los altos índices delincuenciales en las ciudades debe ser sopesado de manera proactiva por los actores del poder judicial, político y legislativo concienzudamente en cada ciudad y región.
Habrá quienes propongan: adoptemos el modelo de Singapur, país que adoptó la pena de muerte y el trabajo forzado para los criminales confesos, narcotraficantes y violadores probados, políticos y militares corruptos, siendo los más repetitivos condenados a muerte. Es seguro que en una sociedad violenta como la nuestra el modelo represivo y radical que impuso Lee Hsien Loong al llegar al poder en Singapur, seduzca a muchos. Pero yo creo que ese modelo en Colombia zanjaría más el odio entre los nacionales.
Quizá el modelo que más se adapte al país, a cada ciudad, a cada localidad, no sea el implantar el miedo ciudadano sino que, por el contrario, debe basarse en el perdón y el olvido de los odios mutuos, pero con la implementación de un sistema judicial correcto que contenga un antídoto contra la indolencia. En un sistema basado en las causas del por qué la sociedad está respondiendo tan violentamente a solucionar sus problemas cotidianos, más que en el castigo por las consecuencias.


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