Da gusto ver cómo la Champeta ha ido ganando espacios de reivindicación hasta posicionarse en círculos culturales e intelectuales de todo nivel. Este ritmo es hoy, sin duda, uno de los hechos musicales y sociales más interesantes del país. Lo anterior tuvo una especie de certificación el pasado domingo, en el conversatorio que puso final a la agenda del Hay Festival, en el que la champeta fue protagonista. La charla “De palenque hacia Cartagena y de Cartagena para el mundo”, con la participación de las leyendas Viviano Torres, Louis Tower y Charles King, fue la más concurrida este año y, me atrevería a decir, la más concurrida en estos diez años de Hay Festival.
Da gusto que la champeta llegue con ese halo triunfante a estos circuitos, porque no es un secreto que durante décadas, tanto para sus intérpretes como para sus seguidores, el amor por esta música/estilo de vida ha sido un ejercicio de resistencia. Bastante discriminación, menosprecio, persecución e incluso prohibición, ha tenido que sortear para mantenerse viva como una de las expresiones culturales cartageneras más genuinas.
Ahora, si bien soy de los que celebran el buen momento que vive la champeta, la gran difusión comercial de la que goza y la notable atención que recibe, también creo que es necesario tener cuidado con ella. Por tener cuidado quiero decir que debe velarse porque este apogeo no sea, como ya lo fue alguna vez, sólo una moda, para que finalmente la champeta se consolide como un referente cultural colombiano, en equidad con la cumbia o el vallenato; además, cuidar de ella para que las exigencias comerciales no comprometan su esencia y la conviertan en otra cosa.
Tantos años al margen de las corrientes principales permitieron a la champeta inventarse a sí misma y responder en exclusiva al gusto de quienes literalmente la llevan en la sangre. Sin embargo, ahora que tantos ojos y oídos foráneos están a su alrededor, ya hemos visto las modificaciones de las que ha sido objeto. La adición del remoquete “urbana” no es gratuita, claramente fue la estrategia de algunos artistas para entrar a competir en el mercado del llamado género urbano. Lo anterior se refleja en cambios musicales y en la estética visual de los videos, cada vez más llenos de bling bling. También hemos visto a artistas de otras latitudes, que se han dado a improvisar, por puro afán de lucro, desafortunadas fusiones o colaboraciones. Todo lo cual desdibuja ante el público el concepto de lo que verdaderamente es champeta.
Es necesario tener cuidado con la lectura que desde fuera de Cartagena y sobre todo con la lectura que desde el interior del país se hace del género. No faltará el empresario o productor andino que crea que la champeta es un negocio que debe dictarse desde allá, según los parámetros de un mercado que quizá prefiera enfatizarla como algo exótico o meramente pintoresco, en lugar de procurar que se dé a conocer como el tesoro de identidad cultural cartagenera que es.
Es fantástico que la champeta se convirtiera en un ejercicio rentable, lo que lamentaría es que en ese proceso haya tantas concesiones, que su historia y tradición den al traste. Le pasó al vallenato, que con tal de vender, le agregó tantos elementos extraños a su formato, que terminó por olvidar su naturaleza original. El cuidado a la champeta corresponde a sus intérpretes, quienes ojalá opten por defender ante todo la esencia del género, en honor a tantos años de lucha y, a su vez, le corresponde al público, que debería brindarle su apoyo a producciones en las que reconozca verdadera calidad.