La hora en la Torre del Reloj Público se ha detenido. Así permanecerá al menos cinco meses, mientras dura la reparación de sus mecanismos. Me pregunto si las manecillas dormidas de ese aparato que, más que un reloj, es un símbolo de Cartagena, tendrán alguna influencia en el devenir de su tiempo.
Qué significa el andar de un reloj, el registro de las horas, en una ciudad que parece exclusivamente dedicada a acumular antigüedades, en una ciudad cuyos habitantes parecemos anestesiados por la convicción que enloqueció a José Arcadio Buendía en Cien años de Soledad: Cada día es el mismo día, un lunes perpetuo. Un lunes de siglos en el que los cartageneros vivimos eximidos de toda urgencia, marginados de toda prisa, como si no tuviéramos intención de llegar a ninguna parte, como si ese lugar llamado progreso, para nosotros, fuera simplemente una tierra prometida para consolar a los tontos. Un lunes implacable y testarudo en el que no hacemos más que soportar esta realidad tirana, desigual y retrógrada, con la escasa dignidad de un perro obligado al ridículo de andar con ropa.
El tiempo en Cartagena no avanza, como no avanzan las manecillas del Reloj Público y, sin embargo, mira todo lo que nos pasa. Los caballos cocheros, cada vez más en los huesos, se desploman de cansancio sin recibir una ayuda célere y efectiva en lugar de un socorro a cuenta gotas. El mercado de Bazurto, como “El dinosaurio” de Monterroso, cada vez que despertamos sigue allí, un nudo alrededor del cuello de Cartagena que la condena a la asfixia de una movilidad imposible. Transcaribe sigue cumpliendo años, casi cien meses de un rosario de infraestructuras inacabadas y esparcidas a lo largo de la ciudad, monumento a la desidia ciudadana y al descaro administrativo. De la noche a la mañana, nos cambian el sistema de recolección de basuras por uno de “libre competencia” que, a falta de otra explicación, y a juzgar por el paisaje de nuestras calles, parece consistir en jugar a ver quién es el último en recoger los desechos o quién se las arregla mejor para aumentar la tarifa por un pésimo servicio y, de paso, dejar sin chamba a los recicladores.
Lo anterior y muchas cosas más nos pasan mientras la hora de la ciudad permanece inalterable, mientras nosotros, ciudadanos y ciudadanas, llamados a rescatarla de la insistencia de este lunes cruel, preferimos la tranquilidad y la vista gorda del dejar hacer, dejar pasar, dejarnos burlar, dejarnos robar, como si fuéramos cada uno un grano de arena que sólo se dedica a resistir, sin procurar movimiento alguno, el peso de un océano.
Hasta cuándo seguiremos llamando vida y ciudad a esta manera de existir estancados, sin que nuestra cara asome un gesto de indignación sincera, que luego nos lleve a la acción de plantear una provechosa y revolucionaria comunicación con el presente. Hasta cuándo soportaremos sin que llegue ese instante en el que aprendamos a leer la partitura del día a día, cantando a cada segundo un nuevo tiempo que se traduzca en vivir en Cartagena y a la vez darle vida a Cartagena.
Es hora ya de romper las cadenas de nuestra eterna y elegante esclavitud, replantear nuestra viciosa forma de entender la política, la democracia y la responsabilidad ciudadana. Es hora ya de borrar este lunes perpetuo y darle cuerda al reloj, al Público y al de todos, para que vivamos nuevos días, cada día, en una Cartagena distinta, mejor.