En mi última visita a la Plaza de San Diego, me topé con la sorpresa de que está siendo restaurada. Luego de echar un vistazo a las partes terminadas y a las que aún se esconden detrás de los guardapolvos, en lugar de sentir entusiasmo por la renovación, no pude más que lamentarme.
Qué lástima, pensé, que el largo muro que sirviera de banca para sus visitantes o mesa de juego para las damas o el ajedrez, la convirtieran en una empinada maceta; una especie de media pirámide que impedirá que alguien vuelva a sentarse allí. Qué lástima, pensé, que la mayoría de los bordes de las jardineras ahora sean tan altos, que perdieran también su funcionalidad como sillas. Qué lástima, volví a pensar, que a juzgar por las nuevas formas, la restauración de la plaza parezca tener el objetivo de desalojar a sus habitantes.
Sé que quizá me estoy adelantando a los acontecimientos, que todavía no estamos ante el resultado final, sin embargo, lo que vi, me indica el enfoque de quienes diseñaron y aprobaron el nuevo look de la plaza: incomodar a los vecinos de San Diego, a los estudiantes, a los tuchines, incluso a los cocheros, que la usan como lugar de encuentro y esparcimiento, al punto de que eviten acercarse a ella. La nueva estructura pareciera enviar un único mensaje: Si usted no es un turista que viene a ser cliente de Juan del Mar o a comprar artesanías, lárguese de aquí.
¿Será acaso que la pretensión es convertir la plaza en una mera pieza ornamental, para beneficio de los restaurantes aledaños? Como si no fuera suficiente soportar que, por encima de la ley y por encima de cualquier autoridad, estos restaurantes se tomaran los andenes y la mitad de las calles alrededor de la plaza para fundar sus terrazas en el espacio público.
De las plazas del Centro Histórico, la de San Diego ha sido, por décadas, la única que ha invitado a los cartageneros que no viven en el Centro a apropiarse de ella. Un lugar en el que los viernes por la noche, muchas personas, de variadas índoles, se reúnen para compartir alguna bebida (comprada en la tienda o en algún estanco cercano) y dialogar hasta la madrugada. Especialmente ha sido un espacio en el que la juventud se ha dado cita; estudiantes de ciencias humanas o de bellas artes la han preferido como escenario de sus conversaciones después de clases. Escritores y artistas de varias disciplinas la han usado como sede de sus tertulias e incluso como inspiración para sus creaciones. Muchas ideas que hoy se concretan en iniciativas que aportan a la cultura de Cartagena, nacieron o fueron socializadas primero en la Plaza de San Diego, bajo sus faroles amarillos.
El nuevo diseño, me atrevo a asegurar, no tuvo en cuenta estas dinámicas vivas de la plaza. Quisiera estar equivocado, pero creo que el nuevo aspecto le restará su carácter de último espacio público del Centro Histórico en el que aún ocurren la bohemia y el devenir de barrio original cartagenero.
¿Se convertirá la plaza de San Diego en otro lugar perdido para los de aquí? ¿Se convertirá, al igual que Santo Domingo, San Pedro e incluso Fernández de Madrid, en otra plaza dedicada al goce exclusivo de extranjeros y lucro de establecimientos privados? Develarán el resultado final de esta restauración y veremos. Dado el caso, la pregunta es ¿lo permitiremos?