¿Cuántas hambres urgentes no he calmado yo con cuatro rayas de salchichón? Cuando llego a casa, con el estómago alargado en un sólo grito y no hay nada listo, nada con lo que pueda abastecerme sin que antes deba mediar el fuego y el tiempo, ahí están ellas, cuatro rayas de noble embutido, ofreciéndose desde la nevera como la versión rojiza y robusta de la salvación.
Cuatro rayas de salchichón para ponerle al hambre un sereno. Cuatro rayas bien distribuidas como un freno que promulga la paciencia para esperar el plato fuerte, el golpe verdadero. Cuatro rayas para un mientras tanto, un tente en pie, que con su ejército de manjar medido, aceptan la misión de enfrentar el vacío.
Y si no hay en la nevera, hay que ir a la tienda. Responderle al cachaco que saluda “a la orden”, con un fuerte y sentido “deme cuatro rayas de salchichón, por favor”. Así, sin nada de pena y con toda la gloria, para que el público alrededor escuche y se antoje. Es ahí cuando una imagen da gusto y hace que la boca se anegue un poco: El hermano menor de un machete, en el puño aéreo del hombre tras el mostrador, aterriza sobre el lomo entero de la salchicha. La navaja, con pulso y filo, roza las una, dos, tres y cuatro rayas que le indican donde tajar el cilindro envuelto en plástico. Y entonces es posible, las anheladas cuatro rayas de salchichón son despachadas, el grito del estómago obtendrá por fin su valiosa y poco costosa ración de calma.
Nada de Serrano u otros importados, hablo del salchichón tendero, del que se come crudo o frito, en rodajas o confeccionado según cualquier otra geometría, un kilometro de sabor por cada raya de estatura. Hablo del salchichón sin casta ni estrato que conjura el hambre con sus valores criollos. En compañía del bollo limpio, el queso o unas gotas de limón, se convierte su estima de bajo presupuesto en el más lujoso de entre todos los bocados.
Cada vez que repito este mínimo banquete, lo confirmo, cuatro rayas de salchichón son la medida que sacia el hambre de cualquier género. Va un lamento en nombre de aquellos que no lo prueban más seguido, porque el peso de su canasta de víveres a veces no alcanza para acudir a su exiguo pero benévolo porcentaje de proteína; va otro lamento por aquellos que se jactan de un gusto demasiado refinado como para probarlo.
Gracias, pedazo de carne, por esa existencia tan dócil a la bondad del menudeo, por mantenerte al margen del Súper Mercado que sólo entiende de distribuir completos. Jamás se unirán a la fiesta de tus cuatro rayas de dosis personal y asequible en cualquier esquina de barrio. Una ceremonia que ocurrirá donde quiera que un tendero rebane tu cuerpo de fría conserva, en favor de la democracia, el alimento y la comunión.