Nunca como hoy la palabra Paz estuvo en boca de tantos colombianos y colombianas. Y aunque ninguno sepa a ciencia cierta qué es o con qué se come eso de la Paz, por haber nacido en un país que nunca la ha experimentado, creo que hablar de ella como una posibilidad factible es el primer paso en el camino para lograrla.
Porque ya va siendo hora de que aprendamos a usar los puentes para cruzarlos, para encontrarnos y no para que debajo de ellos corra la sangre que derramamos en el día a día de nuestra historia. Ya bastante daño nos hicimos al actuar convencidos de que cada uno nació en una Colombia distinta y que la tragedia que vivimos es una lucha que cada uno libra por su cuenta, aparte, individual, al punto de pensar que cualquiera más allá de nuestra casa es enemigo. La guerra no puede ser más nuestro contrato social inalterable, nuestra única manera de entender y hacer las cosas. Por eso, quizá, lo único bueno de las cuestionables campañas presidenciales de este año es que nos han convocado a hablar de Paz.
Estábamos en mora de hablar de Paz, de cuánto la merecemos y necesitamos, de cuán hastiados estamos de exponer la carne a la bala y al cuchillo, contarnos lo mucho que deseamos finalmente conocer la caricia del compatriota. Aunque por el momento pareciera que cada quien manejara una versión distinta de lo que es y a ratos también entremos en conflicto sobre cómo hacerla, pronunciar la Paz, así, tanto y con tanta vehemencia, insisto, era el punto de partida que necesitábamos para su construcción. Y si es que de verdad creemos en la Paz cuando hablamos de ella, seguro que pronto tendremos la ventura de ofrecérsela a las generaciones que nos sucedan.
Con estas campañas presidenciales está claro que hemos tocado fondo. Nunca antes las mañas de los candidatos estuvieron tan al descubierto, nunca antes tuvimos tantas pruebas para afirmar sin equívocos su indecencia; pero tampoco antes habíamos sido tan conscientes de que tenerlos en el poder, obsesionados con el poder, perpetuados en el poder, valiéndose de los peores medios para alzarse con las mejores tajadas y repartir migajas, era nuestra culpa absoluta. Esta claridad, hoy, como nunca antes en otras elecciones, nos ha convencido de que permitirles dirigirnos o no está en nuestras manos, que el voto es el verdadero poder y que esta vez no estamos dispuestos a canjearlo por el billete de un instante, que esta vez lo que queremos es la fortuna de un mejor futuro para todos.
Llegó la hora de hacer en serio la tarea de la Paz, lo que implica no solamente a quienes están en la mesa de diálogo. Es deber de cada uno de nosotros contrarrestar la velocidad de nuestra afamada violencia y dedicarnos por fin a la lentitud de escucharnos, aceptarnos y amarnos. Destruir toma un segundo, en cambio construir se hace despacio, exige paciencia y pone a prueba la voluntad. Esta segunda vuelta nos propone el reto de expresar con toda voluntad con cuál causa estamos comprometidos y si ella es hacer la Paz, resulta obvio lo que toca hacer este domingo. No hay otra opción que apoyar la continuidad del proceso que ya empezamos, impedir que otros que prefieren seguir por la vía de la guerra utilicen el segundo que necesitan para desbaratar lo que ya hemos adelantado.
Hacer la Paz es la cura que nos debemos como país. O acaso cuánto más vamos a esperar, ¿a que no haya nadie con quien hacerla?, ¿a que a nuestro alrededor sólo haya cadáveres? El voto de este domingo es el capital que tenemos para apostarle a la vida ahora, y quien le apuesta a la vida tendrá siempre las de ganar. Así que hagámosle, juguémonosla por la vida y la Paz, para seguir hablando de ella, para poco a poco entender qué es y confeccionarla a nuestra medida, con el origen, el relato y la ciudadanía de todos, y entre todos, descubrir de una vez cómo es que se juega eso de la convivencia.