Playa Blanca y de cómo lo público se convierte en lujo


La última vez que fui a Playa Blanca fue el pasado jueves santo, pocos días después de la entrada en funcionamiento del Puente Campo Elías Terán. Quedé del todo preocupado por el futuro de uno de mis lugares favoritos en el mundo. Comprobé que el puente, además de su forma empinada y poco estética, no hacía otra cosa que fomentar situaciones en detrimento de la playa: Sobrecupo de visitantes, trancones monumentales, contaminación astronómica, inseguridad, irrespeto al espacio público, improvisación y rebusque de toda índole. Lo de facilitar el camino entre Cartagena y Barú era un chiste y malo.  

Nunca creí en las buenas intenciones de quienes promovieron y patrocinaron el puente Campo Elías Terán. Si Pacific Rubiales invertía veintiún mil millones de pesos en su construcción, era porque esa obra le beneficiaría principalmente al giro de sus negocios en ese lugar y no porque su buena voluntad le llevara a apostar semejante cantidad en pro del avance de Barú. Por eso el puente se construyó así, en tiempo récord, a toda costa, sin preguntarse primero por el impacto turístico y ambiental que tendría sobre esta reserva natural; o conociéndolo, pero pasando por alto lo nocivo que resultaría.

Playa Blanca no estaba preparada para ese puente. Era obvio que sus parqueaderos no darían abasto para la cantidad de vehículos que empezarían a llegar, que la zona de playa se quedaría corta ante tanto bañista. El puente se inauguró sin que existieran estrategias para controlar la multiplicación de las basuras o para atender la sobredemanda de servicios sanitarios en un sitio donde no los hay. El proyecto se ejecutó sin que la playa contara con un frente  apropiado para la atención de emergencias; en la actualidad todavía hay apenas dos salvavidas para más diez mil bañistas.   

Pero Pacific Rubiales necesitaba su puente, tenía plata para pagarlo y una administración que estaba dispuesta a dar todas las luces verdes. Una administración que aprobó este plan conforme al que parece ser el único principio rector que han conocido todas nuestras administraciones: Construir ciudad a mansalva. Una administración que una vez más confundía hacer civilización con imponer un salvajismo refinado. Romper, dañar, arruinar, fracasar, que al fin y al cabo en esta ciudad toda la vida hemos llamado infraestructura a una seguidilla de remiendos.

Y ahora que la situación en Playa Blanca es insostenible, aparece la solución de ponerle precio a la entrada como la gran salvación, cuando todos los problemas de movilidad, seguridad y medio ambiente, que ahora se esgrimen como justificación para dicho cobro, han podido evitarse con estrategias confeccionadas e implementadas antes de la apertura o a la par de la entrada en funcionamiento del puente.

¿Cuál es el servicio por el que se estaría pagando en Playa Blanca más allá de poder disfrutar del mar? Se usa como referente el parque Tayrona; pero al menos allí hay cierta infraestructura, zonas delimitadas para el camping, duchas, sistemas para el control de residuos sólidos. Sin embargo, la Administración prefiere cobrar primero antes que adecuar Playa Blanca de manera que sea un destino competitivo, amable con el medio ambiente y escenario de convivencia de quienes la visitan; eso se puede seguir aplazando, el cobro no. Y si la tarifa a cambio de la entrada no funciona, ¿qué viene después?, ¿convertir a Playa Blanca en objeto de otra de nuestras bien conocidas privatizaciones democráticas?

En qué siglo vivimos en Cartagena donde todavía el progreso del hombre sigue siendo el deterioro de la naturaleza. Aquí llamamos progreso a una continuada acción de construir para destruir y para excluir, porque ahora se le negará el acceso al mar a quien no pueda pagarlo. Ahora se prefiere hacer de lo público un lujo, en lugar de haber previsto y actuado para contrarrestar de antemano los inconvenientes de abrir de esa manera el paso hacia Playa Blanca; en lugar de haber aplazado la construcción de ese puente hasta que resultara provechoso para cartageneros, nativos de Barú y turistas en general, y no solamente para unos cuantos particulares.


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