A mí el tal video de María Niño (el tormento tuyo soy yo) no me causó ni pizca de gracia. Luego de ver los dos minutos y medio que dura esta mujer ofendiéndose con otra sobre una lancha en el río Magdalena, sólo pude sentir un poco de vergüenza ajena por ella y por su contendora. Qué triste, pensé, que casi a la mitad de la segunda década del siglo XXI, todavía dos mujeres se peleen así, con ofensas verbales de alto calibre y en público, por un hombre. Qué triste, volví a pensar, que a estas alturas de la lucha por la reivindicación de la mujer, todavía dos de ellas tengan como concepto de felicidad la posesión sobre un miembro masculino. Ah, y que, para rematar, una de ellas crea que venció a la otra, que está por encima de la otra, que vale más que la otra, sólo porque asume que tiene mejor capacidad para satisfacer sexualmente al hombre que comparten.
Que el registro de esta disputa se vuelva tendencia en redes sociales, habla muy mal de las protagonistas, pero además, habla peor de quienes componemos la audiencia de estos canales virtuales, como consumidores, productores y divulgadores de contenidos. El éxito del video demuestra que aún somos una audiencia primitiva, que goza con el ridículo ajeno, adicta a la vulgaridad, dócil ante el humor ramplón y, además, tan proclive ahora, como en los primeros días de Internet, al desperdicio de tiempo ante lo irrelevante.
Ahora, el video de María Niño, como fenómeno de redes sociales, al fin y al cabo, va y viene. Luego de un par de días sólo será historia patria de la nación virtual que nadie recordará, tan efímeros y sustituibles como resultan este tipo de gags en internet. Sin embargo, lo que en realidad me ha sorprendido, con ocasión de esta ocurrencia, no es que haya sido la delicia de Facebook, Twitter, Memelandia y demás, sino que se hubiera convertido en objeto de la estrategia facilista de los medios de comunicación tradicionales para satisfacer su hambre de atención y generar un poco de tráfico gratuito en sus portales.
Cada vez que un periódico o un noticiero de TV publicaba un titular acerca de María Niño y sus aventuras en el río Magdalena, dejaba de sentir vergüenza ajena por ella y empezaba a sentirla por estos agentes de la noticia. Peor, cuando a través de Facebook, me entero de que en La W Radio se atrevieron a entrevistar a la señora Niño. Sólo me vino a la mente una pregunta, ¿qué clase de periodismo es aquel que hace noticia de un evento insignificante que no debería trascender más allá de la intimidad de los involucrados?
Es la triste realidad del periodismo en este país, que cayó redondo en la trampa de las redes sociales. Entiendo que de un tiempo para acá, la atención de la audiencia esté centrada en lo que ocurre en estas redes, y que los medios tradicionales necesiten esa atención para poder vender la pauta de la que viven. Sin embargo, quizá pecando por darle crédito, confiaba en que el periodismo fuera capaz de enfrentar con mejores armas esta situación y que, en lugar de recurrir al facilismo de reproducir tendencias virtuales, banales y ligeras, se esforzara por generar interés a punta de contenidos relevantes, investigativos y contextualizados.
La pérdida mayor es para la audiencia que se queda sin espacios donde enfrentarse a contenidos que le ayuden a superar su primitivismo virtual, en los que prime el compromiso con una línea editorial seria, que no sucumba ante lo viral, con tal de granjearse un poco de tráfico.
El tema de María Niño, de aquí al próximo lunes, será tendencia refundida en el infinito ayer del timeline. Sin embargo, hasta nuevo aviso, lastimosamente, las redes sociales seguirán siendo el “tormento” del periodismo.