A mis once años escuché por primera vez la palabra cáncer. No sabía exactamente qué era. Me sonaba a algo raro, a un animal que se estremece dentro de uno. Recuerdo esa palabra y a mi abuela paterna aparecer cada vez menos en mi casa: primero estaba, luego no tanto, después dejó de estar. Nadie dio muchas explicaciones. Cualquier día me dijeron que mi abuela había muerto, y recuerdo ver a mi papá en silencio.
Hace un año hoy —pocos días después de mi cumpleaños— mi papá empezó con un dolor menor en el cuello, que terminó siendo un cáncer rápido, de esos que no avisan. No tuvimos tiempo de prepararnos. Un mes bastó para llevarnos desde la duda hasta el final. Lo vimos avanzar sin poder detenerlo. Fue un tren desbocado, que cada día de noviembre y parte de diciembre me sacudió con más fuerza que el anterior.
Uno crece pensando que los padres pertenecen a un lugar fijo, como si fueran parte del fondo del mundo. El día que mi papá murió, algo en mí se soltó. No sé nombrarlo ni describirlo. Es una ausencia distinta: no la que deja un cuerpo, sino la que deja una certeza que ya no existe.
A veces creo que el cáncer funciona más como un mensaje que como una interrupción rara del orden: un recordatorio de que nada es seguro ni nadie permanente. Es una presencia que no se va del todo; se queda como algo que se carga, sin explicaciones.
Antes también le tocó a mi mamá. En este 2025 el cáncer me tocó a mí, como una repetición familiar, una continuidad inevitable. Con el pasar de los meses entendí que también era un quiebre: una forma brusca de obligarme a mirar mi vida sin distraerme. Vivir exige una valentía silenciosa que uno no reconoce hasta que algo lo sacude.
No hay nada noble en esa enfermedad. Verla de cerca —en otros y en uno mismo— altera la forma en que se siente el tiempo. Nada está garantizado. Cada día se vuelve una especie de decisión. Somos tránsito. Lo que hacemos frente al dolor es apenas una manera de sostenernos. La existencia ocurre en un instante, y en ese instante algo se ilumina, aunque sea poco, aunque sea breve.
¿Qué significó “carcinoma” o “reactividad” antes de que me dijeran que tenía cáncer? Ni lo recuerdo. Hoy al menos sé que es una especie de interrupción: significan que el tiempo sigue, pero uno queda detenido, tratando de entender qué significa realmente lo que acaba de oír.
Y seguir, a veces, significa algo tan simple —y tan desgastante— como vivir entre TACs, ecografías y exámenes. Que esta cifra no suba, que aquella no baje. Un sistema completo de vigilancias y controles que se vuelve parte de la rutina. Y, sin embargo, nada de eso debería pesar más que la pregunta esencial: qué hago con el tiempo que efectivamente tengo.
Porque, al final, yo les pregunto ¿para qué sirve tanta rabia con uno, con otros? ¿Para qué gastar días enteros analizando silencios ajenos, dudando de si algo es o no “para uno”, o entregándole horas a oficinas que lloran un día la ausencia de alguien y al siguiente publican tu vacante? En verdad uno vive como si el calendario del próximo año fuera un hecho.
La vida es corta. No en el sentido dramático, sino en el factual: es finita, frágil e impredecible. Y lo único que debería quitarme el sueño —lo único que debería quitártelo a ti también— es cómo aprovechar cada segundo con los nuestros. Ese es el único territorio donde vale la pena insistir. Todo lo demás es ruido, trámite, sombra. El tiempo, en cambio, es lo único que no vuelve. Por eso hay que estar ahí mientras exista.