Por Marcela Madrid Vergara*
Hace tres meses Cartagena cerró sus playas y toda su actividad turística. Así, el 15 de marzo, un virus que recorrió el mundo le arrebató a más de 20 mil habitantes de la zona insular de la ciudad cualquier manera de rebuscarse para comer.
Antes de la pandemia, el 96% de los hogares en la isla de Tierrabomba y la península de Barú vivían en la pobreza, según cifras de 2018 de Cartagena Cómo Vamos. Durante 2019, en 7 de cada 10 hogares de Tierrabomba al menos una persona se acostó sin una de las tres comidas. En el resto de Cartagena, que está lejos de ser un referente de seguridad alimentaria, esto ocurrió en 3 de cada 10 hogares.
Todo esto ocurría en lo que ahora llamamos “la normalidad” o “la vida antes del coronavirus”, cuando los habitantes de Tierrabomba y Barú vivían (o sobrevivían) del atractivo de sus playas. Ya son tres meses sin poder recibir ingresos transportando turistas en lanchas, preparando una bandeja de pescado, manteniendo en orden los hoteles o vendiendo frutas.
Según Ana María Coneo, líder del Consejo Comunitario de Punta Arena, en este corregimiento de Tierrabomba hay 27 restaurantes de nativos y unos pocos de foráneos; por supuesto, ninguno ha podido abrir. Ella acumula tres meses sin pagarles a los 10 empleados de su restaurante y no sabe cómo podrá hacerlo cuando se reactive la economía.
Aunque saben que necesitan del turismo para vivir, los nativos también temen que el regreso de esta actividad se vuelva su condena: “Somos una comunidad sana y no tenemos ni un caso de Covid, ¿cómo vamos a abrir las playas?”, se pregunta Ana María. Es que en ninguno de los corregimientos de Tierrabomba y Barú hay centros de salud capaces de atender urgencias. Si llegaran a necesitar una cama UCI, tendrían que trasladarse a la zona continental de la ciudad, donde el 85% estaban ocupadas a finales de mayo, según la autoridad distrital de salud.
Hasta Punta Arena llegaron los rumores de que el 15 de junio se volverían a abrir las playas: “Hay que mirar, pero es algo que toca reabrir pronto porque Cartagena es mar, es playa y la playa es saludable”, dijo el Alcalde a principios de mes en una entrevista, y aclaró que todo dependería de lo que pasara con la curva de contagios.
Llegó el 15 de junio y esto no ocurrió: aunque esta semana se redujo en 1,6% el número de casos diarios, la ciudad ya supera los 5.000 contagios según el último boletín de la Fundación Alzak. Dos días después, el Alcalde aclaró que todavía no es tiempo de reactivar la economía e incluso decretó un nuevo toque de queda para el fin de semana.
Ana María cuenta que hasta ahora su comunidad ha logrado sobrevivir de los mercados que les han entregado algunas fundaciones empresariales, la Alcaldía y otros que llegaron del Ministerio del Interior esta semana. También han intentado seguir pescando, pero dice que ya no tienen con qué comprar los insumos como la gasolina o el hielo.
Sin importar cuándo se retome el turismo, vale la pena preguntarse desde ya por las huellas que dejará el confinamiento en la Cartagena insular, una zona que, como muestran las cifras, atravesaba desde antes una grave crisis social.
Más allá de los mercados, que son necesarios para contrarrestar el hambre, las familias de Tierrabomba y Barú necesitan ser priorizadas en las soluciones de largo plazo que se implementen para reactivar la economía. Ana María lo deja claro con un ejemplo: “Necesitamos créditos blandos para poder levantar nuestros negocios, porque nosotros si acaso podemos acceder a un pagadiario. Los hoteles famosos tienen cómo conseguirlo con los bancos”.
Creo que la propuesta de Ana María puede llevarse mucho más lejos. En lugar de ofrecer créditos que pueden terminar por endeudar más a estos pequeños comerciantes, el Estado debería garantizar una renta básica -como la que hemos impulsado desde Dejusticia- para que las comunidades pobres, como las de Tierrabomba y Barú, puedan mitigar los efectos que les dejará la pandemia y quizá incluso acostarse con las tres comidas diarias.
*Periodista de Dejusticia.