Siempre he oído decir que la muerte nos iguala a todos: pobres y ricos, inteligentes y medio bestias, negros y blancos, etc., como si fuera, la muerte, la gran democratizadora de la vida. Pero sin meterme en la cuestión metafísica de qué ocurre después de la muerte, que para algunos es todo mientras que para otros nada, cada muerte es diferente. En ese sentido la muerte no se comporta de forma distinta a la vida, de la que es tributaria. No es lo mismo morir, para efectos del proceso ulterior de nuestro cuerpo, en una avalancha de nieve en Los Alpes que hacerlo en un pueblo ardiente del Caribe; no es igual ser enterrado siguiendo los ritos judíos que ser cremado en un horno moderno; no es lo mismo ser preservado en un moderno laboratorio de congelación de cuerpos que morir ahogado en un océano infectado de tiburones. El camino de nuestros restos, de los millones y millones células y de microorganismos que nos componen, es muy distinto dependiendo de cómo, donde y cuando morimos.
Estas diferencias, nada sutiles de la muerte, a nivel literario son palpables en dos grandes novelas cortas de dos magnos escritores: “La muerte de Iván Ilich” escrita en los años 80 del siglo XIX por el ruso León Tolstói y “La muerte y la muerte de Quincas Berrido de Agua” escrita por el brasileño Jorge Amado a finales de los años 50 del siglo XX. Son dos muertes diametralmente diferentes que reflejan dos visiones antagónicas de la vida de sus dos protagonistas, quienes van construyendo con sus comportamientos la forma como van a morir.
El comienzo de ambos, guardadas las proporciones de lugar y de tiempo, pues algo va de la Rusia Zarista de 1880 al Nordeste brasileño de 1950, es bastante similar: hijos de la clase media, con estudios universitarios, trabajando en empleos medios bien pagados, casados con una mujer bonita de su propia clase y cada uno con una hija con la que no tienen buena relación. Sus caminos se bifurcan cuando descubren la infinita mediocridad del trabajo que realizan; cuando las relaciones conyugales pasan de la calma chicha a la tormenta permanente; cuando la hija deja de ser la niña de sus ojos para tornarse en otra víbora como la madre. Mientras Iván Ilich se aferra como garrapata a lo que considera una vida bien vivida cayendo en un fondo de conmiseración que no tiene fin, tolerando y dándole cuerda a unas relaciones familiares que hacía mucho tiempo dejaron de existir, Quincas manda su pasada vida al diablo rompiendo de tajo con relaciones tóxicas, abandona la casa y se va a vivir con los marinos, las putas y los comerciantes del puerto de Salvador que lo arropan como a uno de los suyos.
Por su lado, Quincas muere solo una noche de manera fulminante y es llorado por todos sus amigos del puerto, mientras que Iván Ilich lo hace, después de una larga enfermedad que ningún médico logra diagnosticar, rodeado de su familia y sus conocidos, en una soledad absoluta. Mientras el uno muere solo, pero arropado por el cariño, el otro muere acompañado, pero sin nadie cercano excepto quizás su hijo adolescente, y Guerásim, su criado. Iván Ilich, en su larga agonía, deja de vivir para meditar morbosamente sobre la muerte que lo acompaña en todo momento. Quincas, en cambio, está ocupado viviendo lo que no le deja tiempo para meditar sobre la muerte.
Un gesto cadavérico hermana a Iván Ilich con Quincas. En el caso del primero es objeto de una breve descripción cuando lo percibe Piotr Ivánovich, uno de sus compañeros de estudios y de trabajo: “Había cambiado mucho, estaba aún mas delgado desde que Piotr Ivánovich lo viera por última, pero, como les ocurre a todos los muertos, su cara era más hermosa y, sobre todo, con más expresión que cuando estaba vivo. Esta cara parecía decir que todo cuanto era necesario hacer había sido hecho; y había sido bien hecho. Además, en esa expresión había un reproche y una advertencia a los vivos. Esta advertencia le pareció a Piotr Ivánovich fuera de lugar, al menos en lo que a él se refería.”
En el caso de Quincas, el gesto es más desafiante: Vanda, su hija, “se quedó inmóvil, contemplando el rostro sin afeitar, las manos sucias, el dedo grande del pie saliendo por el agujero de la media. Ya no tenía lágrimas para llorar ni sollozos para llenar el cuarto; había desperdiciado unas y otros en los primeros tiempos de la locura de Quincas, cuando ella había hecho reiteradas tentativas para llevarlo de vuelta a la casa abandonada. En ese momento se limitaba a mirarlo con el rostro ruborizado de vergüenza.
Era un muerto poco presentable, cadáver de vagabundo fallecido por casualidad, sin decencia en la muerte, sin respeto, riéndose cínicamente, riéndose de ella y sin duda también de Leonardo y del resto de la familia.”
Como no hay muerto malo, como bien se sabe, la familia de Quincas intentó rescatarlo. En realidad, el esfuerzo de recuperación se dirigió no a Quincas sino a Joaquim Soares da Cunha quien fuera un “correcto funcionario de la Dirección de Rentas de la Provincia, jubilado después de veinticinco años de buen y leal servicio, esposo modelo ante quien todos se sacaban el sombrero para estrecharle la mano.” No lo lograron. En el caso de Iván Ilich, su mujer fue más pragmática dirigiendo sus esfuerzos a rescatar una mayor pensión como viuda de un respetado funcionario del Zar. No sabemos si lo logró.
Lo que bien demuestran, a mi modo de ver, las muertes de Iván Ilich y de Quincas es que lo que no ha igualado la vida, no lo iguala ni la muerte.
Juan Antonio Pizarro / Miembro del Club de Lectura de Ábaco