En lo sucesivo a terminar mis estudios en Cartagena de Indias y de mi decisión de tomar los caminos de la escritura, dejando para después la cómoda certeza de una vida a la sombra del derecho y su ejercicio, me atribuyo la alegría de haber deambulado, sola y sobre todo en compañía, por nueve países en el sur del continente americano. Es una experiencia que, si bien, no me define, indefectiblemente influyó en el refuerzo de mi visión sobre la vida y lo humano.
En esos nueve países, algunos vividos hasta atribuirme familias en cada uno de ellos y otros, como Brasil, con un número considerable de lugares pendientes –prácticamente todo el país, dado que sólo pude recorrer Río grande do sul- y Venezuela, a la que crucé en el Amaracá –mi antiguo Citroën del 74- mi entonces pareja y Bombón, la misha andariega, no estoy contando Colombia.
Colombia, sílaba tras sílaba me nombra, me incluye; la boca recorre la palabra con su sonido y la mente viaja. Algo de mí le pertenece a cada rincón de este país, no en vano mi sangre andina se mezcla con mi sonoridad costeña; yo no le pertenezco a ningún lugar y sí, lo digo con toda certeza y a riesgo que me llamen apátrida, me pertenezco a cada lugar donde las personas me han ajustado un abrazo sincero y cobijado con su cariño.
Pero de Colombia, como destino de recorrido e inmersión cultural, hablaremos después; goza de amplia tela para cortar y un aprendizaje concienzudo, dada las características que la circundan. Yo quiero aterrizar en mi terruño, mi porción de cielo, Cartagena de Indias. De indias, de tantas indias, magia, contradicciones y soledades; de jovenzuelos despiertos sin zapatos y matrimonios suntuosos, de coches y hambre, alegría en la desidia, risas en la necesidad. Cartagena de indias, el gran cangrejo de las Indias, el puerto de la proliferación cultural y también –hace parte- de la ignominia y el abandono. Regresar a Cartagena ha significado un encuentro casi epifánico con mi ser caribe, con mi lúdica natural, con mi desparpajo; aquí soy la poeta que deambula en bicicleta, la abogada que no quiso, la hija de sus papás, la íntima de varios aún si poco hablo, si poco me revelo.
Pero eso tampoco va a cuentas, de Cartagena habrá siempre algo qué decir, algo que endilgarle, algo que reprocharle. Yo no me sustraigo a esa crítica pero sí la encuentro árida cuando parece que, a todas luces, despotricar de lo nuestro es más una estrategia para llamar seguidores y uno una revisión consecuente en miras de mejorías. No me voy a rasgar las vestiduras por la aristocracia y los malestares que se gestan justo antes de las elecciones populares; todos sabemos qué cocinan. He creído firmemente en la manera cómo se me instruyó, desde la Universidad de Cartagena, el espíritu de la norma y la política como ese acto consuetudinario que subyace y enmarca la cotidianidad de nuestra existencia. Yo prefiero hablarles del cuerpo de agua que circunda no sólo a Cartagena sino también a todo un departamento.
¿Alguna vez han despertado a una alborada en la ciénaga de la virgen? Ciertamente, no es una actividad que el cartagenero de a pié frecuente. Para hacerlo, debe cruzar las fronteras más allá de la Boquilla, en “La Boquillita” y entregarse en confianza a los nativos para que ellos, en sus canoas, lo paseen por los caminos de la vida marina que este lugar gesta desde antes que fuera Cartagena.
Ver el sol despertarse sobre el horizonte sobre la ciénaga es entender cuánto de nosotros es auténtica agua y cómo lo hemos ignorado. Remada tras remada, vas siendo abrazado por los manglares, observas el acicalamiento de las aves que pronto, con el primer rayo de sol, alzan vuelo sobre la ciénaga y siguen su trayecto que es, en sí, su camino. Mientras escribo, vuelvo a la tranquilidad de escuchar sólo el remo y el murmullo de los animales, me lleno del aroma a salitre reposado, a pescado rancio; no puedo yo más que volver allí, a las casas en medio del agua, a los pequeños tomando baño, al resto de nativos tirando la "atarraya". Veo en pleno aire la "atarraya", es la típica postal por la que tantos pagan vidas, mientras yo lo vivo, aún en la supuesta soñolencia que ya se ha ido. El lugar me atrapa y sólo me acongojan los motores de algunas lanchas que, seguro, perturban los peces. Mucha de esa ignominia, del injusto abandono ha permeado este lugar. Pese a toda la vida que se respira, también comienza a cocinarse la muerte.
El boga nos muestra cada rincón de ese fragmento de la ciénaga, va conversando y siempre sonríe; nos cuenta el cotidiano vivir, con sus penas y alegrías, embebido en la tranquilidad de quien nada exige más que el pleno derecho de seguir en la tierra donde está. Sabe que las construcciones de la vía al mar están fulminando la ciénaga, ya no hay tantos peces, otras especies sucumben. Se gira y nos lleva más de cerca; es una mole de cemento que se ha taladrado dentro, en plena ciénaga; el alguna manera, el amanecer se ve turbado por esa imagen. El hombre y sus afanes, es cierto que la prisa también nos corrompe.
Algo en mí se hacía incandescente, de repente quise volver al derecho, exigir la verdadera protección de la ciénaga, enfrentarme a todas esas concesiones que proclaman progreso mientras sepultan vida, sin embargo, la paz de la ciénaga me habló con su silencio, me pidió calma y sólo esta revelación que hoy les comparto.
Ustedes sabrán qué hacer con todo esto que aquí consigno. Quizás ya muchos lo habían vivido y sintieron esa impotencia al daño, ese malestar por lo que es, en definitiva, más nuestro. De alguna manera, lo recuperaremos.
Si usted desea conocer fotografías de una alborada inexplicable, deje su comentario, y lo re direcciono.