Pronto serán las seis de la mañana en alguna avenida principal del centro de Bogotá y un hombre sujeta de la mano a una mujer que llora desconsolada. Sus manos no se entrelazan como lo hacen los amantes casuales propensos un día al olvido, no: una mano lleva a la otra como se lleva por la calle a una niña y pareciera con ello que un corazón es sostenido por otro mientras caminan a un costado del amanecer que se abre entre los cerros. Nadie se les cruza, no miran a nadie más que al cielo, y eventualmente a la luna que se pierde ya entre la luz del día.
Los sigo un rato desde la otra acera y veo que avanzan hacia al sur. Pienso en un puñado de canciones y no sé cuál sonaría para este momento. ¿Quiénes son los que no son amantes, adónde van más tarde después de que amanezca?
No hay plazo que no se venza ni término que no llegue a su fin. Imagino que es un reencuentro, que él no llora porque es hombre y que ella sí porque puede. Que mañana no importa como tampoco el futuro si alguien puede caminar de la mano de otro mientras llora: es la redención de esta humanidad el amor. Que la música del mundo es el ritmo de sus pasos, que ella por lo general ríe y que él, en otra hora del día, la abraza. Que se esperaron y se quieren como hermanos, acaso como recuerdo, como amigos. Que hay amantes que no se hacen en las cobijas y que ya la tristeza no pesa, incluso si mañana no vuelven a encontrarse.
A Ch.