De la concepción del Amaracá, a su paso de paisaje


Mientras necesité del bicho malintencionado de la certeza pocas cosas tuvieron sentido hasta el momento. Empecinados en buscar asidero para nuestras cavilaciones, nos zambullimos en el mundo de las lecturas “enriquecedoras” a la espera de encontrar algún indicio –un urgente paliativo- para corroborar que nada de lo que pensamos esta tan mal, ¡y sólo así somos geniales! Resulta mejor negocio pensarlo así; que el mundo está hecho, con sus teorías y sus enfermedades, con esta predestinación retórica de continuar engrasando el molde y hacernos a un buen espacio en él. Sentir que todo proyecto que iniciemos tiene sus errores de formulación simplemente porque “no es novedoso” es cada vez más típico. Sinceramente, ¡qué desatino! Olvidamos el disfrute indiscutible de encontrar el silencioso consenso entre esta realidad y nuestra construcción personal. Sorprendernos por cuestiones como la supremacía o la equiparación que hace la ciencia –la dura, la de los resultados- sobre la naturaleza activa de las plantas o, como anotamos en el artículo anterior, de su capacidad de movimiento, es un reflejo romántico de quién ha sido capaz de mirar al mundo como a él mismo. Divago. Todo lo que nos sorprenda debe tener la gracia de hacerlo porque –en algún lugar de nuestro corazón, por más refundido que estuviera- aguardábamos la esperanza que así fuera; como un triunfo del niño interior… o quizás no sea así, ¿quién puede arrogarse la verdad? Francamente el espacio dejó de tener esas medidas anidadas a su razón de ser; que existe el trópico y la línea del ecuador es una circunstancia de hecho, fácilmente comprobable; y que subsiste incluso si la cartografía gustara de ignorarlo; que la melanina –comprobado por un hermanito mexicano- es el gran inyector de hidrógeno celular que permite la fotosíntesis a los humanos como a su vez lo hace la clorofila con las plantas, es otra muestra fehaciente que la energía nos habita y – ¿por qué no? ¡Qué vengan las premisas hilarantes y hasta delirantes!- Pueda ser la razón por la cual en nuestras manos esté la posibilidad de cualquier destello eléctrico, ¡así como lo hace el axón y las dendritas!: La explicación científica (que luego dio lugar a otros descubrimientos mucho más potentes sobre la batalla por la liberación de la energía y que me costaría explicar, dado que a duras penas soy alevino de escritor como me llaman mi taitas, no científico) anota que ésta  -la melanina- es capaz de separar por sí sola la molécula del agua, potencializando una infinita generación de circuitos que la provean de energía. Vida y más vida. ¿Adiós a los hidrocarburos?

Sí. Fueron dieciséis noches con sus bichos, sus luciérnagas como lámparas (de suerte, cuando la linterna abandonó la causa), sus subidas y sus cuestas, entre todos los microclimas, con 20 y 25 kg respectivamente de comida (y después, en menor proporción, de basura) a hombros porque lejos estábamos de aspirar a la hornallitas esas recargables del futuro y las comidas prefabricadas más por economía en su momento y hoy por convicción –aunque a veces el humo de las fogatas para calentar el agua para su mate o para mi café nos hagan replantearlo pero ¡qué le vamos a hacer!- dieciséis noches caminando sin tregua por lo inmenso del valle sagrado, viendo nacer y correr el agua del Apurímac o del Urubamba; da igual. En ese Cusco que fue de todas las formas posibles nuestro hogar y nuestro trampolín, en un silencio tal que pudimos escucharnos cada poro respirar con el mundo, en una insondable armonía que jamás hemos dejado de intentarlo una y otra vez con la música, así todavía no se comparta. En una entrega  de dimensiones inconmensurables…que si hubiese sido hora de morir, habría sido en el total éxtasis. Pero, como dice un buen compadre, el hubiese no existe, mi querido amigo y aquí estamos, un año después, vivos, para contarles que el imperio Inca no sólo trascendió en espacio y en dimensiones, sino que sigue vigente: No hay un lugar en sus montañas que no estuviesen forrados de sus escalinatas para el riego, sus templos de adoración, su respeto por cada apu, su veneración a Inti, ¡ese gran señor! Que vale la pena dejar para después el empedrado  hecho por los colonizadores, el famoso “camino inka” para recorrer entero ese y cualquier valle (¡hay tantos en cada tierra!), plagado de vida, bello sin tregua, sometido porque así lo está queriendo nuestro hombre, libres como en pocas escenas, como el agua que habita en cada montaña, que se revienta sin asco y sin mezquindad y da rienda suelta a caudales inverosímiles en ancho, fuerza y esplendor; caudales que re direccionan para la explotación de la plata y el plomo, que a su vez contaminan las aguas, que sirven para enchapar en oro las tristes mansiones de los dueños de las tierras; los mismos tres gatos de siempre, que negociaron con los jesuitas la zona y consuelan a los niños con aventones y chocolates pero ¡qué culpa tienen de necesitar más de lo que precisan! Suerte de marta, su esposo y su vaca, que cada mañana se levantan frente al Salkantay y si el mundo quisiese ellos y su casa quedarían sepultados por cualquier movimiento telúrico, pero todavía no; ahí siguen, antes de curvar para el camino a choquequirao, esas ruinas menos publicitadas pero más hermosas que el mismo Machu pichu, con su guardabosques amable, y la mejor vista para el ensueño. Allí vivimos y sabe Dios que allá nos quisimos quedar pero de allá bajamos, seguros que más que América, éramos Amar acá, Amaracá; tierra de inmortales, donde cualquier semilla será próspera porque es la naturaleza de lo que aquí habita, porque todavía tenemos en el tintero más que contarles pero  vamos con calma que del afán no queda sino el cansancio. Allí, en medio de la montaña no hubo libro que nos contara ni ciencia de la que precisáramos para todos los descubrimientos que allí perpetuabamos, porque es un clásico en premisas esto que, primero, todo está en lo bien logrado y perpetrado de la experiencia empírica, que debió valer siempre más que todos esos libros servidos a la mesa, bien digeridos. Allí arriba, en la gracia poderosa del sabor del agua  que brotaba agresiva y cadenciosa por entre la tierra –¡la única que nos ha quitado la sed, que nos ha sabido a lo que debería saber!- allá, más ajenos que el putas de lo que consideran mundo, durmiendo entre auténticas ruinas todavía agrestes, expuestos a lo salvaje que respira, contenidos más por el verde intenso que por el otro, asistiendo al espectáculo de más de dos arcoíris pintando al tiempo  los cielos (la promesa del Dios en Roma, el infinito prisma del agua; es a su elección) con la vida al ritmo de la luz que el cielo provee –en el día vives, en la noche sueñas- allí fuimos felices y allí bautizamos nuestro carrito, nuestro autito. Gracias a la montaña hoy vivimos el Amaracá, el arbolito errante, y estas ganas incólumes de seguir en actitud de entrega. Viaje con nosotros, mientras se prepara su propia gira.

 


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