Acto seguido de la montaña y con la decisión tomada de una nueva forma de recorrer, estábamos en la feliz, Mar del plata; la casa de Piazzola y de Gastón. Una ciudad del atlántico sur con la combinación perfecta entre vegetación de frio y mar, que recibe al porteño año tras año en tiempo de verano: vacaciones de estudiantes y trabajadores huyendo del cemento ardiente en una capital abrumadora y desbordante. “Mardel” es una ciudad bien desarrollada, con sus amplias avenidas y sistema integrado de transporte; sus murgas domingueras y matesitos casuales, que alberga una gracia de magia indescriptible. A sus afueras, entre bosquecitos de eucaliptos,campos de rugby y equitación, con sus cánticos animales encriptados que alegraban las mañanas de la primavera apenas inaugurada,se fraguaban las andanzas del “Amaracá” instalándose también la nueva mesa de trabajo provisoria para Apilaresluz. Sí, justo allí, entre las novedades del hogar en barro del hermano a punto de terminar, los asados en el Olimpo y las expectativas del año gregoriano que se avecinaba, con rompecabezas por rostro y agitados por la expectativa, elegimos el Citroën: ese clásico de la media con diseño del cincuenta y tanto y modelo setenta y cuatro. Nos hicimos a él en una suma irrisoria para todo el gusto que hasta ahora nos ha dado, pese a sus desbarajustes más que justos por una mecánica incipiente pero poderosamente efectiva. Obtuvo menos que nada en votos de confianza al partir, máxime cuando todos sus “arreglos” se limitaban a los que amigos, adeptos y nosotros mismos íbamos dándole, con una dosis más de cariño que de pertinencia. Estábamos decididos a hacer que funcionara; su rodar era un hecho y, luego de recorrer el sur gaucho, el país huaso sería nuestro primer destino. Esa fue nuestra decisión, y a fe que se cumplió sin importar lo impresionante en atractivo del Brasil soñado pero enlodado por la novedad futbolística de talla mundial programada: Era demasiada distracción para lo que, en ese entonces, precisábamos.
“Es un guijarro viejo”, como dirían mis viejitos: dieciséis caballos de fuerza, dos cilindros y un máximo de 80 kilómetros por hora, nos asegura un paso lento pero seguro. “El auto del siglo” para la Francia de la posguerra, urgida por una inyección de esperanza y recuperación económica rápida para lo cual, esta marca insigne, proponía al obrero de la época un cómodo vehículo con cuatro puestos, descapotable, un consumo mínimo de combustible y ligero: "El auto soñado", al menos en esa curva histórica donde la capacidad adquisitiva tomaba rumbo hacia lo funcional. En Argentina el “cacharrito” del ciudadano de a pie; el más barato pero bien definido por la querida Mafalda, alter ego de Quino: “no ves, Manuelito: Es el único auto donde lo que verdaderamente importa... es el hombre”. En chile, donde inicialmente fue ensamblado (antes que Allende, Pinochet y ese hermanito que tenemos –bastante entrometido- se encargaran de tatuar con sangre y dolor la memoria de los chilenos) es el auto del recuerdo ameno –la citrola, ¡una reliquia!- que más de una historia tejió en las familias y más de un buen augurio y ocasión nos otorgó.
Hoy lo miro y recuerdo la primera vez que lo vimos en casa de sus anteriores dueños; adoraban en nuestro futuro Amaracá, Pero ya seducidos –y consumidos- por su nuevo Torino (el auto argentino por excelencia) no tuvieron otra salida que vendernos el carrito/autito a un precio, después de todo, justo; en un estado estético entre deplorable y romántico. Era un bichito de lata oxidada de color lila; un morado claro en cuyos rincones saltaban los colores anteriores. Gracias a los hermanos que allí estuvieron, sin dudarla. Siempre arriba, en nuestro corazón
Suerte que el Amaracá es poli cromático, así las fronteras se empecinen en preguntarnos -¿qué color es el vehículo? Y nosotros responder, duditativos –“…marrón, café”, sin saber si, a la vuelta de la esquina, volquemos dos tarros de sintético y listo el pollo, voilà; es verde –como también lo fue, ya en nuestras manos- o negro, o azul turqueza (¡qué bueno estaría!) o cualquier color de la infinita posibilidad cromática que la imaginación nos permita y regale. Pero sigue siendo marrón. Café: color “tierrita” como nuestra mama, que es también la suya. Porque es el arbolito errante; hijo del trabajo, el amor, el ensueño. Ahora, padre de la paciencia.
Mientras el mundo se debate entre los protagonismos, las reivindicaciones históricas, los ascensos y las fotos en las redes sociales, un hombre lanza su atarraya y lleva a la mesa omega tres (3) puro para su cuerpo, y el de su familia.
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