¡Dios me libre!


Ya había nacido para los años en que Pastrana, infructuoso, se quedó sentado delante de una bandera rasgada y maltrecha, literal, mientras perdía la potestad de dos departamentos del territorio colombiano. Desde entonces, el Caquetá y Putumayo son dos lugares vetados que, hasta hace poco, y sólo el putumayo, pude conocer. “conocer”, me río sarcástica; pude conocer, si se me permite sinceridad, la vivencia para los que no tienen micrófono. Ríos enteros que bañan nuestra azul bandera fueron teñidos de rojo sangre y cuerpos sin nombre, sin merecer tumba ni doliente. El negocio, recuerdo y contaban con casi una especie de morbosa proeza, era recoger los muertos atascados a la ribera de los ríos que circundan la zona. El relato era más escalofriante, y me lo ahorraré sólo porque creo que el morbo nos regresa allí; a un país que celebra “quebrar al otro”, que vive, intenso, su deseo de pararse encima, sobre cualquier cabeza, con tal de apaciguar años y años de autoestima lacerada, de hambre embolatada con pan viejo.
Tampoco olvido, con estas casi dos décadas de conciencia, la voraz campaña del siniestro “paisita”, que daría personería jurídica a las “convivir”; sí, señores; personería jurídica: certificado de la cámara de comercio para “proteger”, armados hasta las tetas, con uniforme y sin ningún ideal más que la del perro con rabia que protege al animal que le da de comer, pagándole. Yo no viví la guerra y muchos de los que hoy, airosos y un poco ignorantes, vociferan igual de rabiosos ese “NO”, tampoco la vivieron, porque la guerra la sufrieron los que nos dan de comer. Sí, el señor que se siembra a esperar que la cosecha esté lista -en parcela ajena, porque la suya nunca lo fue- y mal vender los tomates y la papa, para que usted se la lleve a la boca. Pero sí la escuché, y lloré con ella, sin entender por qué “Inesita” tuvo que salircorriendo con sus quinientos hijos de los montes de María, donde eran felices campesinos de única vaca y dos sembradíos para los suyos. Corrió por su vida, y se vino a la ciudad, esa que tan bien custodiaron de la ignominia de la guerra y a la que llegaron, casi sin manos, no sólo vacías, a clamar por cualquier trabajo que les permitiera seguir respirando. La academia, muy elegante, les llama desplazados. Esos desplazamientos tan desgraciados me dieron a mi mejor amiga de Infancia, que ahora tiene un hijo pero ella y yo, bien recordamos, el tiempo en el que, sola, en una ciudad grande, estuvo, mientras su mamá malvendía todo en “el coco” porque ya no podía más con ser el teléfono de la vereda, usado por guerrillas y ejércitos, que miraban, tentados, a sus hijas. Una verdadera heroína de la guerra, maestra de la resiliencia, que transformó su desgracia en ganas de terminar el primario, el secundario hasta convertirse en la universitaria que la hizo profesora de matemáticas. Todos, en el viejo barrio donde crecí, entre italianos, venezolanos, japoneses y antillanos, la veíamos desfilar, cuaderno bajo el hombro, cada día de la semana rumbo a su clase, al caer de la tarde, mientras mi amiga y su hermana, administraban la abarrotería.
Yo no viví la guerra, pero escuché atónita a “Pestana”, cuando me dijo, en alguna conversación antes de irse a México, que todavía temblaba al ver las botas pantaneras que "engalanaban" los uniformes de cualquiera de los personajes que se hacían llamar guerrilla, según al patrón que correspondiera. Y Yo que creía que la guerra sólo le tocaba a un par. Nunca, y sé que a muchos les pasó, cruzamos a los pueblos del sur de Bolívar por temor de padre, que no quería perdernos. Sólo con los años la burbuja que, por amor, mis padres habían confeccionado, se reventó y ahí pude ir al Carmen, y hacerme de hermana a varias carmeras. Una de ellas no está. No volverá. Sería ella quién contaría a todos los compañeros de la universidad, como es que ella, su tía y su abuelita se quedaban horas bajo la cama mientras la balacera se daba, desbaratando su pueblito; como es que tuvo que enterrar a alguna de sus compañeras de colegio, quien no cumplió los famosos toques de queda y fue asesinada por una bomba, frente a todos, en medio de la plaza. Ella no vive hoy en día, para contarlo, porque algo más cruel que la guerra se la llevó, pero yo lo cuento porque soy una atrevida y todos los carmeros saben de qué les hablo.
Es cierto, yo no viví la guerra, porque la ciudad me custodió, mientras cocinaba en sus lugares más abandonados pobres y miserables, a los que muchos miran de reojo y hasta con desdén, por lucir des actualizados en las tendencias de la gran ciudad. Muchos de ellos, se instalaron en la ciudad presas de la guerra, que nunca los abandonó y los sumergió en el hampa. Otros sólo siguen batallando, todos los días; limpian tu mesa, te abren la puerta del edificio y tú, airoso, muy perfumado y a la moda, no se te escapa ni el buenos días ni la mirada. Esto es, señores, la verdadera guerra que vive Colombia: “La vista gorda”, “marica el último” sálvese quien pueda”; esa filosofía suicida que nos tiene hoy sobre el cuadrilátero por posiciones sociales, creencias religiosas, posturas estéticas, ganas de amargarle la vida al otro: Miedo. Tenemos miedo a ver cómo es posible un lugar mejor para los nuestros porque no hemos conocido otro lenguaje ni otra historia para contar. A veces siento rabia, lo confieso; un vecino apaleó a mi gata y me pregunto qué es de los que, como mi gata, no tienen voz en este proceso de reinsertarnos a una vida en sociedad donde ya no tengamos el payaso de la guerra como show y podamos enfocar, sin velos, nuestros verdaderos flagelos.
“Pobre el diablo, que perdió la gracia de Dios” pobres todos los megalómanos como Timochenko –el de turno-, Uribe, Arrazola; porque tras su visión totalitaria de cómo se deben hacer las cosas, según su criterio, arrastran a varios, entre esos varios tuyos y míos, a la ignominia de no poder ver con sus propios ojos que la vida “es un verbo nutrido por más que respirar”, y de esos, ¡Dios me libre!


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