Jemanjá desembarcó con los negros esclavizados y mantuvo en cada corazón de los suyos el poder del agua salada, como origen mismo de la vida. Su fuerza reside en la contracciones del mar que pare los sonidos con que sus negros, también nuestros, se manifiestan en un mundo donde, hasta hace poco, parecía no tener cabida su sonoridad; bailan los hijos de África donde quiera que van, se mezclan y sirven a quienes le rodean pese a todo el vejamen de sus tratos. Bailan, golpean los cueros para evocarla y Jemanjá danza en las ondas frente a los cueros de sus tambores, como humo imperceptible evaporándose, camino al mar. Cuando bajé de la embarcación, Jemanjá llevaba mi mano por entre los llantos de las mujeres, mi madre, sus hermanas y la mirada iracunda de mis hermanos y sus padres. Íbamos todos caminando sin rumbo por entre los nuevos horizontes; no teníamos más que la grasa de nuestra piel para soliviantar la crueldad del clima. Jemanjá me sonreía y yo podía, así, sonreír a los míos. Los esclavizadores se sorprendían con mi rostro brillante de alegría, temían con mi mirada recia de lo tierna que los avasallaba pese a que eran ellos quienes portaban, vaya a saber con qué derecho, el rumbo de mi cuerpo y el de todos los que, conmigo, caminaban. Mis tíos y hermanas, por su parte, se congratulaban con mi rostro; sabían que en él estaba, como espejo, el reflejo de nuestra señora alentándolos a la tranquilidad; sabemos que la muerte será nuestro camino, que la transmutación de nuestras almas es el destino de nuestra fortaleza, que cada latigazo infligido por estos pobres que nos arrastran será un sonido, una melodía; el ritmo del mañana que les recuerde de dónde han venido. Apenas ha venido mi menarquia y, a diferencia de mi estirpe, el cuerpo no hace galas de voluptuosidades; yo soy la reina de Etiopía que ha nacido entre los míos, de nuevo, para recordar que Jemanjá sigue haciendo posible el oleaje gracias al curso que le otorgan los vientos. Los nuevos hombres casi no se percatan de mi género, miran lascivos al resto de mujeres mientras yo paso, en pacto con mis dioses, por hombre. Esa es la coartada. Nos hemos instalado en nuevas jaulas ya un poco más amplias, los grilletes siguen. Están listos los hombres que salen a probarse en los quehaceres de fuerza bruta, desfilan hacia la puerta de salida con sus lomos al desnudo; fornidos, rozagantes, bruñidos como carbón para arsenal. En su ausencia, nos arrebatan a mis hermanas y sus amigas; todas jóvenes, algunas comprometidas; la mirada que antes era deseo se convierte en acción y ahora es verbo que se perpetra en las mujeres. Se escuchan los gritos, las maldiciones; mi abuela en vano tapa mis ojos y puedo ver cómo acceden sus cuerpos, como ladran nuestros hombres que han quedado dentro de la jaula; las golpean hasta la inconsciencia con las culatas de sus armas y las regresan a las jaulas con las caderas bañadas en el sexo de sus perjudicadores. Las que no se resisten sólo son accedidas por varios de los miserables. En un tono casi imperceptible, mi hermana canta y, por intermedio de mi sonrisa incoherente, jemanjá intercede; acto seguido, el falo del hombre que comanda al resto pierde virilidad frente a sus súbditos y mi gente; todos reímos, incluso nuestros hombres que antes gruñían por sus mujeres. Me miran con agradecimiento, les asiento con la cabeza y juntos cantamos; no soy yo, ha sido ella; la dama perlada que emerge del agua salada y pese a todos los vejámenes que nos infligen nos regocija con la escena. Ninguna de las bestias que custodian se percata de mí, sigo siendo casi imperceptible. Soy negra diferente, delgada, baja de estatura. Por mi vestir, parezco un muchacho, esa es mi coartada. Jemanjá nos abrazó esa noche cuando nuestros hombres llegaron incompletos, uno de ellos murió. Su mujer lloró de rabia, jamás de dolor. Golpeamos los barrotes para llamar al resto de nuestros protectores. Se nos está siendo negado el fuego pero no la fuerza en las manos, no la voz. Así cantamos, ante la mirada impávida de las nuevas bestias que custodian nuestra jaula; a las anteriores las han retirado. Algunos nos miran enternecidos, culpables, consternados. Uno en especial, con la tez tan blanca como la mía de negra; algo en el brillo de sus ojos me hacía latir propio. A la mañana no estaba y sí, en cambio, había un pedazo de cuero fresco sin curar. Jemanjá custodió su alma cuando fue puesto en evidencia por alguno de los blancos que custodiaban la jaula y acompañó su tránsito a la eternidad; sus compañeros dieron muerte; él era uno de los nuestros. Lo que vino no fue diferente; mi pueblo que era libre en nada se parecía a mi nueva familia, menguada en cantidad día tras día, perdida en la incomprensión de su suerte, royendo el odio. Nunca más miraron a Jemanjá, quiero decir; nunca más levantaron la cabeza para mirar en mis ojos su presencia. Jemanjá jamás nos ha abandonado, ahora luce una bata blanca con azul marino, y si la tez se le ha aclarado es por amor al nuestro que, sin ser negro y habiéndose inmolado, lo seguimos acompañando aún en la distancia inquietante entre nosotros y la eternidad. Jemanjá me sonríe todas las mañanas, ya llevamos varios años aquí. Yo luzco ropas diferentes, mis abuelos yacieron en esta tierra, lo que las hace un poco nuestras, ahora; hablo el idioma de los que antes ultrajaron mi linaje, ya los perdoné pero el recuerdo sigue reverberando en mí. Niurka Taína me siguen llamando sin perjuicio de la religión impuesta a los míos y con cuyo auspicio he curado pieles, vuelto la sonrisa a sus retoños, como prueba inefable que existe mi señora. Hace dos noches, un adolescente blanco ha venido a nuestras trincheras y le ha dado a mi madre otro pedazo de cuero vacuno, ya curtido y listo para ensamblar. Mi madre lo ha abrazado sin exigirle identificarse; sabe que es el hijo del nuestro blanco, del nuestro, sí; aunque no fuera negro. Cuando su mirada se encontró con mis ojos, el cielo trinó en un rayo ensordecedor, temible. A la mañana siguiente los pescados sobreabundaron la mesa, mi familia celebró. TANIA DEL PILAR SANABRIA FORERO. NOVIEMBRE DE 2016. A Juan Pablo Cassiani Váldez, amigo y colega. Texto para fanzine de El laberinto del minotauro.