Durante meses nos imaginamos cruzando la frontera, cualquiera, hacia el país venezolano, sin marcarnos rumbos ni paisajes específicos y, más bien, con el claro objetivo de vivir en carne propia la situación manifestada por los medios. Las advertencias no se hicieron esperar y a cada tanto, cuando comentábamos entre conocidos y amigos nuestro deseo irrefrenable de conocer Venezuela en un momento tan álgido, recibíamos sólo imprecaciones del país elegido; gente buena que suponía necesario “protegernos” de la ignominia de un país en completa crisis económica y social. Esto se agudizó ya cercanos a la ocasión, tanto así que fuimos presa de los temores y evitamos cruzar con nuestras pertenencias más valiosas –herramientas de trabajo y diversión- a la querida Venezuela. Intimidados con los peligros de las carreteras, la escasez de comida y los abusos militares, llegamos a la frontera de Paraguachón, la que colinda con el norte de Colombia, en una guajira que se comparte con Venezuela, dispuestos a sufrir cualquier vejamen que proveyera tan “atrevida” hazaña.
La frontera es un desastre hasta bien entrado los kilómetros, tanto en Venezuela como en Colombia; el paisaje desértico y un calor no apto para humanos antes nos animó a seguir avanzando dentro del país que nos recibía. Y bien, no sabemos si es por la empatía natural de mi compañero o porque, simplemente, las oraciones al ser supremo de nuestras familias surtieron efecto, pero los militares nos regañaron por tener vacío el termo de agua para bombón, nuestra misha viajera, mientras hacían lo propio de revisar, más por curiosidad que por desconfianza, nuestra nave; las personas daban correctas indicaciones, no hubo un solo peaje que pagar, generosos precios de gasolina para naturales y foráneos, y aunque la conciencia vial es tan complicada como la de Colombia, las carreteras eran decentes, después de todo. Así, llegamos a la península de Paraguaná, justo en frente de Aruba y otros lugares paradisiacos del Caribe. Los precios son irrisorios para el momento de la moneda colombiana pero desmedida para la economía doméstica de un venezolano promedio, sin embargo es más responsabilidad de la crisis en valores de sus propios habitantes y otros elementos subyacentes, que de un gobierno.
No entraremos en apologías a las decisiones de un gobierno, como tampoco develaremos impresiones personales sobre la posición de la sociedad en el país. Bastará con repetir, una y mil veces más, que el estado de cosas de nuestro continente es el reflejo de su conciencia y que Venezuela tiene a su favor estar intentando –hace varios años- una nueva modalidad en el manejo de su economía. Esperemos, por el bien de sus habitantes, que sus intenciones los lleven a buen término. Lo que nos quedó claro es cómo nuestro continente es terreno de cruenta batalla para los modelos económicos de otras esferas. La guerra se está trasladando a nuestro territorio y consiste en enemistarnos y perjudicarnos, vendando nuestros ojos, convirtiéndonos en ridículas marionetas parlanchinas que hablan de una realidad que muchos venezolanos y muchos colombianos desconocen a ciencia cierta, mientras los recursos naturales son explotados sin piedad y los culpables siguen apretando manos, firmando papeles, tomándose fotos y paseando, tranquilos. En Venezuela sí hay papel higiénico como en Colombia sí hay gente honesta; el fútbol debería ser una convocatoria para reunirnos a jugarlo, no una sarta insulsa de insultos dependiendo del resultado, que dejan en evidencia la fértil ignorancia que nos circunda. No sigamos sucumbiendo a la realidad a través de otros, exhortemos nuestro criterio a conocerlo de primera mano. Desarmémonos, entonces. Juguémonos limpio y re signifiquemos, para los que se etiquetan, la condición de colombianos. Disfrutemos del fútbol y evitemos encarnizarnos llevándolo a otro plano donde sólo opera el florecimiento del veneno y la crítica destructiva. Apoyemos a las mujeres jugadoras de fútbol, acompañemos a nuestros patinadores y ciclistas si tanto disfrutamos el deporte como entretenimiento, sin el vicio de la sed del triunfo a todo timbal. Pongámonos la camiseta de la concordia, dejemos de creerle a todo este estallido de información; es en verdad un arma de doble filo cuando se digiere sin conocimiento de causa. Conozcamos las muchas caras de la historia, eduquémonos en el verdadero concepto del contexto. Aprendamos a leer, de verdad. Nuestro reto como humanos, más allá del rótulo de compatriotas, es aprender, como dinámica, la sana disertación. Es un reto que se abroga, puertas dentro, también, el Amaracá.
Nuestra nave seguirá preparando nuevos caminos. Son más 20.000 km recorridos por los rincones más inhóspitos en América del sur, recorrido que ha nutrido el deseo de ser mejores personas, extender la mano tanto como nos la han brindado a nosotros en cada lugar donde hemos llegado. Hoy, desde la puerta del Caribe, Cartagena de Indias, confeccionamos nuevos sueños mientras abrazamos a los nuestros. Acompáñenos a crecer como personas, dando la mano sin mirar las uñas.
Sienta oceánico nuestro abrazo!
El Amaracá.