“Tengo vivo el recuerdo de una iglesia a reventar, que conocía bien. Ustedes pueden recordarla, de alguna extraña manera lo presenciaron. Me senté a un costado del altar, justo al lado de la puerta de la sacristía que manaba, con bastante holgura, un olor a santidad o a incienso. Pero dada la ocasión era santidad, no podría describirlo de otro modo. Me daban la espalda los músicos que agasajarían al muerto. Desde allí instalada sentí el discurrir de la ocasión con los segundos por palpitaciones. Fue casi un instante, lo aseguro; algo más grande que la misma conciencia de mi existencia me arropaba, entre la nostalgia por algunos meses atrás en compañía del agasajado y la insatisfacción por los acostumbrados ritos sociales cuando una persona se va. De algún modo yo estaba re significando lo que, hasta entonces, había entendido como muerte; pronto llegarían los reyes magos y el ambiente de ese recinto, amplificado en emoción por su arquitectura, evocó en mi la certeza que algo rociaba mi alma, así; algo que no era el agua bendita ni mucho menos el hedor a santo, me tocaba. Los rostros estaban casi impávidos, casi al borde de la incomprensión; se hablaba de un hombre claramente reprochable pero profundamente querido; de otra manera, hubiese sobrado asiento para tanto feligrés y el cura encargado del oficio no hubiese insistido en halagar al que despedíamos como del agrado de Dios, aun cuando sus semejantes –algunos de ellos- así lo dudaran. Toda la misa fue tocada por los músicos sin mayor muestra de virtuosismo pero sí de sincera interpretación. No había tristeza, sólo la certeza que algo se inauguraba con esta despedida. “Santo, santo, es el que no re vive” sonaba en medio de mi casi tribulación, mientras me secaba las lágrimas y trataba de confirmar lo que mis ojos escuchaban. Los ojos escuchando, se dirán. ´Santo es el que no revive´ ¿acaso estaba yo perdiendo la cabeza, en medio de toda esta gente que no sería testigo? En medio de mi confrontación me reía, también, con mi compañera de asiento y la mirada se me perdía en el óleo del costado al frente; la escena de un pesebre completo, con sus tres estrellas hechas magos, directamente de oriente. Estaba en todos lados, casi rebotaba en ese fragmento del lugar, podía casi escuchar al pariente –no mío, sino del muerto- hablándome de un alma salvada, de una postal que rondará, por siempre, su cabeza y la mía; de un espíritu auténticamente reivindicado por la mortalidad de esta realidad. El tiempo me seguía palpitando en el pecho, el óleo me miraba como también, de vez en cuando, otros ojos, igual de desconcertados. Los tenía en frente mío, delante del cuadro, entre la espalda del percusionista y la del guitarrista. Distinguía perfectamente el rostro y algo de mí terminaba de enloquecer tratando de entender qué hacía allí, justo en presencia, aún con la distancia, de ese momento tan mío. Dejé pasar sus ojos, algo en mí me reclamaba entera para la consagración”.
Tania del Pilar Sanabria Forero. Puño voz y letra.310317.
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