La jauría pacífica interrumpió mis carcajadas en medio del té. Enseguida busqué al perro y lo llamé por su nombre.
De nuevo el sobresalto de su nuevo amo; la distancia con que el perro me mira es la misma con la que traigo el recuerdo a mi cabeza: son, también, vísperas de finales de octubre con la cara de buen color del ausente haciéndome preguntas acerca de mis muertos, escuchándome con la atención de los viejos o los buenos amigos.
Se me revuelven en un segundo ese y los demás recuerdos de las veces que insinuó su tristeza. Miro a las presentes seguir tranquilas. Ellas no saben lo que está pasando y sigue a la mesa la risa.
Dejarlo ir es también liberarme del dolor que me provoca. Mientras la herida termina de sanar,
de los hubiera inútiles, del afán de nombrarle en contra de su póstuma voluntad, me digo, me dejaré vivir tranquila mientras limpio proyectos y poemas.
El perro se acerca un poco y me mira tímido.
Tanto él como yo no merecemos esta suerte, pero sabemos llevarla.
Él, más que yo, que convive con el abandono. El perro callejero que postergó una huida, la representación genuina del amor, la insinuación de que Dios existe le habita.
Como el perro, husmeo de lejos su presencia y dejo de culparme. Sirvo el té, miro a mi alrededor y vuelvo a reírme con ellas. Qué fortuna que estén aquí las carmelitas, me digo.
El perro vuelve a unirse al paseo en jauría y yo retomo también el hilo de la conversación.