El Baticano se confiesa desde el infierno cuando el arte exorciza la hipocresía
El arte como espejo del alma colectiva
Luego de escuchar atentamente diferentes discusiones sobre el mal que le hace Bad Bunny a la sociedad con su música porque, según con ella promueve el exceso, la perdición y el libertinaje, y de identificar el tono condenatorio que traen consigo varios de estos argumentos; comencé a preguntarme… ¿Por qué tanta gente odia a Bad Bunny? Y luego de hacer un análisis de discurso juicioso sobre varios de sus temas me surgió una hipótesis: el sentimiento no proviene precisamente por lo que dice, sino porque nos obliga a ver lo que como sociedad pretendemos ocultar.
En esta ocasión le puse play a la canción Baticano del álbum Nadie sabe lo que va a pasar mañana y más allá de glorificación a lo prohibido vi denuncia. Bad Bunny no celebra el pecado; sino que más bien encarnando la figura del pecador, que somos todos, desvela la culpa estructural de una sociedad que juzga y escarnece más de lo que ama, pero sobre todo expone el teatro moral de un sistema en donde la gente odia en público lo que ama en privado y en donde cada uno es guionista invisible y da línea sobre lo aceptable, lo permitido, lo puro y lo impuro.
Desde la primera línea de la canción “tal vez mi música no sea sana, pero yo no me inventé el sexo ni la marihuana” vemos como Bad Bunny se sitúa en un territorio controversial cuando decide nombrar hechos naturales que existen antes de la censura religiosa negando la autoría del deseo y dejando en claro que él no es causa sino espejo.
Orfandad emocional: el pan de cada día
El otro día me topé en las redes con un señor visiblemente molesto porque, según él, esta música del diablo tiene a los jóvenes perdidos en el libertinaje; y vomitando juicios entre ofensas y dogmas éticos y morales aseguraba que los medios de comunicación se unen al bacanal exponiendo a los niños a la muerte espiritual, y dejándolos huérfanos de guía en el mundo material.
Yo lo leía recordando que fui hija de padres que trabajaban de sol a sol para que en la casa no faltara nada… Quizá ellos nunca lo supieron, pero esa ausencia dejó grietas en mi humanidad. Fui abusada desde pequeña y además crecí con acceso prematuro a material que no era apto para mi edad, y como conocí muy temprano el peso de la curiosidad sin límite y del deseo sin acompañamiento, por eso me atrevo a decir que, en un planeta donde cada año se registran unos 121 millones de embarazos no planeados —es decir, 330 mil por día, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA)—, la raíz no está en la “música del diablo”, sino en la orfandad emocional que se ha vuelto nuestro pan de cada día.
No nos digamos mentiras: lo vemos a cada minuto.
En el transporte público, en los restaurantes, en las casas de los amigos… a falta de atención, los niños crecen al garete bajo la tutoría de las pantallas.
Según una publicación de Red PaPaz (2025), el 61 % de niñas, niños y adolescentes entre 6 y 17 años en Colombia tiene un celular propio y el 64 % consume contenidos digitales sin supervisión.
¿Qué efectos tiene en niñas y niños ese uso constante y sin acompañamiento en su salud mental y en la forma de relacionarse con el mundo?
La operación es simple: a falta de conversación con padres llenos de prejuicios, los niños aprenden sobre el cuerpo a través de la pornografía de los ‘influencers’ o de música que aún no están aptos para comprender… a falta de presencia de padres drenados por trabajos que detestan o por uniones maritales fallidas nacidas de un polvo de fin de semana, los niños buscan en la virtualidad lo que el mundo real no les ofrece.
Y ahí, en ese silencio yerto, se inicia el verdadero caldo de cultivo del mal de la sociedad.
“No se puede respetar a un ‘artista’ que se burla de la Iglesia al cantar:“Ey, ey, ey, ey, ¿dónde están las bellacas? Que alcen la mano. Un perreo más y nos vamos pal Vaticano, llama a tu mai’ pa pedirle la mano”., afirmaba el señor visiblemente molesto en su perorata contra el conejo; sin embargo, no veo irrespeto, sino a un artista que desnuda una verdad incómoda: la Iglesia como institución atraviesa una profunda crisis de credibilidad.
Si analizamos este verso con precisión quirúrgica, encontramos allí a una figura de autoridad: la madre… quien en una familia muchas veces autoriza o prohíbe, quien otorga el permiso para “irse de perreo” y quien también lo bendice. Pero si la Iglesia —esa madre simbólica que dicta qué cuerpo merece el cielo y cuál debe arder por no vivir en alineación con los mandamientos de Dios— encarna esa misma autoridad, entonces estamos ante una madre alcahueta: aquella que predica pureza mientras mira hacia otro lado cuando el abuso ocurre dentro de su propia casa.
Y no lo digo desde la exageración. Un estudio de la Conferencia Episcopal Alemana, publicado en 2018, dejó al descubierto abusos sexuales generalizados cometidos por el clero alemán: estamos hablando de que 1.670 sacerdotes habían atacado sexualmente a 3 mil 667 menores, entre 1956 y 2014, en su mayoría niños de menos de trece años, advirtiendo que esa cifra probablemente sea una subestimación. Y reveló también que la mayoría de los perpetradores nunca fueron castigados, y la Iglesia se limita a otorgar compensaciones caso por caso, sin transparencia ni una real reparación.
Nunca se ha salido de mi mente el haber leído hace varios años, con mis propios ojos una invitación escrita por un sacerdote a un joven al que favorecía con regalos. La cita que se llevaría a cabo en la madrugada tenía que ver con proposiciones lascivas que se concretarían en la casa cural de su parroquia. Las cosas que leí, se los prometo, podrían sonrojar incluso al propio Marqués de Sade una figura que encarna justamente el exceso, la perversión y el deseo sin límites morales. Y eso me atravesó el alma con una herida que aún no cierra, porque pienso entonces en la contradicción devastadora que mora en esta madre institucional: grita moral, pero calla ante la inmoralidad. Determina qué es sagrado, pero guarda silencio frente al pecado real. Mientras tanto, al artista se le condena por lo que parece ser una verdadera herejía: señalar lo evidente como consecuencia de pensar de manera crítica.
Ser humildes es también reconocernos pecadores
Santa Teresa de Jesús definía la humildad como andar en verdad. Y por eso, en el camino que tomé para habitarme con más conciencia, decidí que eso es lo que quiero porque andar en verdad implica reconocer mis máculas y mis heridas para poder sanarlas desde el amor y así mostrarme ante el mundo sin máscaras y sobre todo sin ese tufillo de superioridad que nos impide reconciliarnos como hermanos.
A partir de ahí comprendí que durante años viví sentada en la rueda de los escarnecedores: estudié en un colegio donde se predicaba la bondad al mismo tiempo que la culpa se volvía liturgia… y en donde además de a leer y a escribir muy bien, aprendí a juzgar, a callar y a temer.
A lo largo de mi vida personal y mediada por la profesión que escogí me he movido entre sacerdotes ejemplares y sacerdotes depredadores, entre padres moralistas y amantes ocultos, entre políticos devotos, corruptos y corrompidos, así que también aprendí a jugar muy bien el juego de la mentira, y a entender la verdadera corrupción no está en el placer, sino en la incoherencia.
Abrazando a mi yo pecador
El arte cuando es mirado con conciencia nos ayuda a exorcizar nuestros demonios, y Baticano me ayudó a abrazar a mi pecador interno, a entender que el juicio separa, pero la luz integra, disuelve y transforma; porque el pecado no se vence desde el odio ni pateando el panal, sino desde la conciencia que muestra y la compasión que une.
“Pa’ creer en Dios no hay que ser ministro, ningún hombre en la tierra tiene el derecho de juzgar en el nombre de Cristo; dice el verso que más me conmueve de esta canción, y si revisamos la biblia, el Evangelio de Juan 8:7 lo dijo antes que el reguetón:
“El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.
Por eso, no deberíamos andar por el mundo atribuyéndonos el derecho de dictarle al otro cómo vivir, sobre todo cuando tenemos heridas que no nos hemos atrevido a mirar.
Por lo anterior extrapolo esta cita de Eclesiastés que para mí es un recordatorio de la marca de concupiscencia que tenemos todos “no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque”.
Mi querida audiencia, no se rasguen las vestiduras defendiendo la idea de Dios a la vez que juzgan al artista que le quita la sábana al muerto que hiede, porque lamento decirles que lo que realmente corrompe a la sociedad no es el perreo ni la marihuana, sino el silencio cómplice de una sociedad que predica amor mientras perpetúa abusos; una sociedad esquizofrénica que le teme más a un ritmo que a su propia hipocresía.