Hace aproximadamente un año que dejé de hacer tortas, salvo un par de situaciones de las cuales no pude escabullirme.
Cuando me quise dar cuenta habían pasado varios meses en los que le dije que no a muchas personas que me hacían encargos. La razón: el horno de la casa a donde me había mudado el año pasado no daba la temperatura correcta, y las tortas no me quedaban como yo estaba acostumbrada.
Me sorprendí sacándole excusas a muchas personas: además del horno, la cocina de la que era mi nueva casa era muy pequeña, no tenía espacio; las cajas que había comprado al por mayor le quedaban muy pequeñas al soporte de las tortas, entonces no cerraban y quedaban chuecas. Además yo quedaba toda untada de crema, ensuciaba muchos implementos y salpicaba las paredes, por lo que una torta significaba horas y horas de trabajo y de limpieza.
La actividad que disfrutaba, me estaba llenando de estrés y al tiempo de miedo.
Este año me mude nuevamente y regresé a mi casa. Mi cocina es bella y amplia, cosa que a pesar de hacerme feliz, no me hizo en ningún momento, retomar la idea de volver a hornear.
Justo hace diez días me contactó mi amiga Érika para decirme que le hiciera una torta de chocolate de 30 porciones para el cumpleaños de su hijo Yako Simón.
Me emocioné, pero con los días fui poniéndo excusas para negarme: pensaba de nuevo en las cajas y el tamaño, en las extenuantes horas de limpieza y el estrés, hasta que salí a cotizar insumos y encontré el argumento perfecto: TODO está carísimo.
Cuando se lo dije a Erika, ella me contestó con su voz enérgica y alegre: “Ángela me encantan tus tortas y quisiera poder comprarla. Quiero que sea tu torta”.
Quedé paralizada y comencé a cavilar sobre mis argumentos. Se habían venido al piso y me di cuenta que detrás de todo eso había sólo miedo y autosaboteo.
Se lo confesé a mi marido: lo verbalicé por primera vez. Estoy paralizada, no quiero equivocarme: que me quede fea la torta, que intente con las cremas, nuevos productos, y nuevas técnicas, que el horno no de la temperatura correcta, tengo miedo que nada de esto funcione y vaya a perder material…
Y mi esposo con la sabiduría que lo caracteriza me dijo mirándome a los ojos… Y si se daña, ¿qué? y si gastas material, ¿qué? Hazla con tiempo y si es necesario vuelves a empezar. ¿A qué le tienes miedo? Y yo le dije: a cometer errores.
Entonces él me respondió: Ya sabes que lo peor que puede pasar es que te equivoques y también sabes cuál es la solución. No tienes nada a qué temerle, porque todo eso sabes hacerlo y muy bien.
Eso hizo click en mí. Entones organicé mi tiempo, planifiqué la preparación de la torta, llevé los moldes, tomé medidas y me aseguré de que la torta no fuera a quedar chueca en la caja. Imprimí la decoración, horneé las tortas con antelación, hice una prueba de color… No dejé nada al azar para entregar una torta deliciosa, bonita y bien empacada.
Entonces hoy me di cuenta decorando la torta de Yako Simón que todo esto hace parte de mi proceso de aprendizaje, y de repente, mi corazón se abrió y la decoración se convirtió en un ritual de agradecimiento: mientras decoraba, lloraba de la alegría recordando lo afortunada que soy. Venían a mi mente las palabras de mi marido que SIEMPRE está impulsándome y apoyándome, de manera respetuosa y sin invadir mi espacio, a Érika que sin saberlo me estaba retando a continuar; además de que, ella para mi es la personificación de la palabra sororidad: gran parte de su tiempo está pensando en cómo impulsar a otras mujeres, a promoverlas, a ser bastón; a mis amigas pasteleras Candelaria Lambraño de kandelas Cakes y a Erika Alejandra de Al corazón Repostería (síganlas en sus cuentas para que vean el trabajo precioso que hacen); porque desde sus conocimientos y experiencia ante mi miedo estuvieron asesorándome, apoyándome, y recordándome que no tenía nada a qué temer.
Y es que las manos con el desuso se ponen torpes, y no hay cosas más peligrosas para el subconsciente y la autoestima que el miedo y el autosaboteo; porque nos paralizan, terminamos comiendo mentiras y convenciéndonos de que no podremos hacerlo.
Y como la mente es la que al final gobierna al cuerpo, a uno no le queda más remedio que quedarse naufragando en el valle de los lamentos, viendo dramáticamente cómo se nos escurre el tiempo sin intentar siquiera aquello que deseamos hacer, volviéndonos mendigos sentados en butacos de oro, desperdiciando nuestros talentos.
A ti que me lees te digo no tengas miedo a equivocarte: intenta, prueba, ensaya… y si te equivocas comienza nuevamente, pues al final la práctica es la madre de toda perfección.
Ah, y decide rodearte de gente bonita que te impulse, te confronte y te ayude a salir del capullo, pues sólo así podremos ser testigos del florecimiento de la primavera que llevamos dentro.