El sábado volví a La Perla sin mayores pretensiones que adentrarme en el barrio y llevarme unas fotos bonitas de recuerdo.
Cuando estaba parqueando me percaté de haber olvidado la billetera. Pensé en devolverme, pero me dije: el parqueadero es gratis y si me quedo no tengo nada que perder. Así que voy a disfrutar este momento con lo que tengo. Rebusqué en mi mochila y encontré literalmente un dólar arrugado al fondo de ella; y recordé el sermón de la montaña que está en el evangelio de San Mateo 6:26-29 pues sobre el que había hablado días antes con el Dr Luis.
"Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta.
¿No valéis vosotros mucho más que ellas?
¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?
Y por el vestido, ¿por qué os afanáis?
Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo que ni aun Salomón, con toda su gloria, se vistió como uno de ellos".
Me aferré a esa enseñanza con la confianza de que todo obra para mi bien, me adentré en el barrio y me senté en una baranda a contemplar el mar. Eran apenas las dos de la tardé. fue inevitable enajenarme con el golpe incesante de las olas, que forman una estela de espuma blanca y brillante: una especie de guipur de sal que se borda sobre el agua. Esa es la dualidad que habita en todo lo que existe bajo el cielo. Un espectáculo tan íntimo y tan público en donde coexisten y se acompasan el estruendo y la calma.
Seguí caminando y llegué al bar Pasito a Pasito. Allí conocí a Iván. Conversamos de lo humano y lo divino a raíz de algo que dije sobre mi padre. Lo que desató en él risa y curiosidad. Luego en medio de la charla con un gesto que me salió del alma cité a Ismael Rivera:
“Mira", le dije señalando una pared con el retrato del gran Maelo Rivera: "recuerda que las tumbas son pa’ los muertos, y yo de muerta no tengo ná. Yo nací pa’ vivir feliz.”
Iván me miró en serio y lo que leí en sus ojos no fue solemnidad o juicio; sino esa complicidad que sólo se tiene con quien ha vivido realmente, con quién ha mirado el dolor a los ojos, con quien ha sido víctima del tedio de las tumbas y con quien entiende que la alegría también es una forma de resistencia. Hablamos horas y horas, cantamos, bailamos, nos mojamos con la lluvia que cae sin pedirle permiso a nadie, me invitó a una cerveza, y además me explicó por qué a esa joya intrincada al filo de la playa la conocen como La Perla.
Yo con toda la ignorancia que me caracteriza, pero abierta a conocer el mundo con curiosidad escuché atenta a Iván
—Mira ese oleaje que se forma ahí,— me dijo señalando con su dedo. Los pescadores le comenzaron a decirle así porque cuando el mar golpea con las rocas se forma una espuma luminosa y de lejos conforma lo que parece ser un collar de perlas que se extiende sobre la costa.
Se me enguaraparon los ojos con ese símil tan hermoso. Y les confieso, la verdad no me interesa buscar pruebas documentales al respecto, porque bastaba con lo que mis ojos estaban viendo para dar crédito a lo que mis oídos escuchaban de los labios de Iván. Y ese momento lo guardo en mi alma como una verdadera revelación.
Ese sábado comprobé por enésima vez y con la misma actitud de sorpresa, que la vida debo enfrentarla con alegría, con la esperanza de que todo el bien me va a perseguir siempre; y ese día especialmente me enseñó que se necesita menos de un dólar arrugado para encontrar esos tesoros invisibles y salados que están escondidos a simple vista en La Perla.
Pero esos tesoros solo se revelan cuando miramos el mundo y lo que tememos con gratitud. Y allí descubrí a Iván. En sí mismo el es un tesoro que, con su caballerosidad y delicadeza, me hizo pasar una de las tardes más mágicas e inolvidables que he podido vivir en Puerto Rico.