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“Amores Perros”: 25 años ladrando


“Parece que fue ayer”, dice una canción. Y a veces esa frase no es solo nostalgia vacía, sino una verdad emocional que se activa con ciertos hitos. Eso me sucede con Amores Perros, una película que vi siendo niño y que me sacudió en lo más profundo. No entendí todo, pero sentí todo: la furia, la crudeza, el caos, el dolor. Me impactó con la fuerza pura del cine, como si —por primera vez— no fuera algo que se mira desde lejos, sino algo que te atraviesa.

Hace un cuarto de siglo, esta película irrumpió en el cine mexicano con una potencia tal que marcó un antes y un después. Amores Perros, ópera prima de Alejandro González Iñárritu, no solo sacudió a la industria nacional, sino que también hizo temblar la noción de lo que México podía contarle al mundo. Veinticinco años después, su eco sigue siendo brutalmente contemporáneo, como una herida que no cierra, como una ciudad que nunca deja de sangrar: la Ciudad de México, que sangró durante toda la película y fue una protagonista más, representando —de alguna forma— toda una latinoamericanidad para el mundo.

Una jauría llamada México

Estrenada en el Festival de Cannes en mayo del 2000 —donde ganó el Gran Premio de la Semana de la Crítica— Amores Perros fue una bofetada para el cine mexicano del momento, que había pasado años sumido en el letargo, más cerca de las telenovelas que de la autoría. Fue también el grito de guerra de una generación: Iñárritu en la dirección, Guillermo Arriaga en el guion, Rodrigo Prieto en la fotografía, Brigitte Broch en el diseño de producción, y un joven Gael García Bernal en su debut cinematográfico. Todos ellos, hoy nombres pesados en la industria global, comenzaron a ladrar fuerte desde esta película.

Rodada en 1999 con un presupuesto modesto y un equipo lleno de hambre creativa, Amores Perros apostó desde el inicio por romper esquemas. Su estructura fragmentada, que entrelaza tres historias con un guion no lineal, se apartaba radicalmente del cine mexicano tradicional, más acostumbrado a narrativas lineales y formatos convencionales. Las locaciones reales —las calles de la colonia Condesa, los barrios duros del oriente capitalino, los edificios húmedos— y, por supuesto, los perros, que abundan y laten como un personaje más, dotaron a la película de una autenticidad cruda y vibrante. En esa Ciudad de México fragmentada y violenta, el filme encontró no solo su escenario, sino su alma.

Una anécdota emblemática ilumina la intensidad con la que se gestó Amores Perros: cuando Alejandro González Iñárritu terminó el primer corte, se lo mostró a su amigo y colega Guillermo del Toro. El veredicto fue inmediato: “Tu película es una obra maestra... pero es demasiado larga.” Iñárritu, terco y apasionado, le dijo que no había nada que pudiera cortarse. Entonces, del Toro lo retó: “Voy a ir a México y te señalaré exactamente qué puede salir.”

Así fue. Del Toro, con recursos justos y la complicidad del cine, voló a Ciudad de México, se quedó unos días en casa de Iñárritu y, juntos, recortaron entre siete y veinte minutos del metraje original, dependiendo de quién cuente la historia. “Cada vez que Alejandro la cuenta, los minutos se hacen menos”, bromeó años después del Toro. Pero ese pequeño gran ajuste, realizado entre amigos y cineastas apasionados, afinó la película que llegaría con toda su crudeza a Cannes, al Oscar y a la historia del cine latinoamericano.

El inicio de una trilogía emocional

Amores Perros fue el primer capítulo de lo que luego sería conocida como la "Trilogía de la Muerte" de Iñárritu, junto con 21 Gramos (2003) y Babel (2006). Pero fue esta primera entrega la que más visceral resultó. La violencia no era estilizada: era íntima, desesperada. No se trataba de mostrar balas, sino de mostrar pérdidas. Pérdidas que dolían como un perro apuñalado.

Uno de sus mayores logros fue humanizar a los personajes al límite. No hay héroes en Amores Perros. Todos traicionan, sufren, mienten, sangran. El cine mexicano no estaba acostumbrado a personajes así de rotos, ni a narrativas no lineales, ni a una cámara tan nerviosa, tan urgente. Y, sin embargo, el público respondió con una mezcla de conmoción y admiración.

Internacionalización y legado

Cuando la película fue nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera en 2001, fue un hito histórico: era la primera cinta mexicana en competir en esa categoría tras 25 años de ausencia. La última había sido Actas de Marusia (1975) de Miguel Littín. Aquel reconocimiento no solo selló su impacto global, sino que abrió la puerta a un nuevo capítulo para el cine mexicano en los circuitos internacionales.

México volvía a pisar fuerte en la industria global, y no sería la última vez. Amores Perros abrió la puerta para lo que vendría después: Cuarón, Del Toro, Iñárritu —la llamada “santísima trinidad del cine mexicano”— comenzaban a tomar el escenario mundial. Pero fue este filme el que encendió la mecha.

En Francia, fue recibida con entusiasmo. En Japón, se convirtió en película de culto. En Estados Unidos, fue apadrinada por Quentin Tarantino. El cine latinoamericano ya no era visto como una curiosidad exótica; era ahora una voz potente, madura, incómoda y bella.

25 años después: seguimos siendo los mismos

Ver Amores Perros hoy no es un ejercicio nostálgico. Es volver a sentir que el cine puede ser un espejo sucio, pero necesario. Sus temáticas —la desigualdad, el amor destructivo, la traición, el destino roto— no han envejecido. Si acaso, se sienten más pertinentes que nunca.

En estos 25 años, muchos perros han ladrado, muchas películas han intentado imitar su forma o su fondo. Algunas han logrado acercarse, otras no tanto. Pero ninguna ha tenido el mismo impacto sísmico. Porque Amores Perros no fue solo una película. Fue un fenómeno cultural, un acto de rebelión estética, una carta de presentación de un país que aprendió a narrarse desde sus entrañas.

Festejar sus 25 años no es mirar hacia atrás, es seguir caminando al lado de ese perro que nunca dejamos de ser.