En “el tiempo del yo” en el que vivimos actualmente -un tiempo que nos aísla y nos individualiza, según expresa el filósofo y profesor surcoreano Byun-Chul Han, en su artículo “Todo corre prisa”, de su libro publicado en español Capitalismo y pulsión de muerte- ¿vale la pena esperar por una persona tres, cuatro o hasta más horas, de forma incierta, sin saber si vas a verla? Y es que, en estos tiempos de la inmediatez, muchas veces no perdonamos que un familiar o un ser cercano nos incumpla una cita por unos cuantos minutos. Hoy esperar es casi imperdonable, excepto que esa espera sea por uno de nuestros ídolos; seres a los que no conocemos, aunque creamos que sí. En verdad, solo conocemos su imagen pública; una mínima parte de su vida que no es más que una pequeña representación de su realidad. Esto sucede muchas veces con seres famosos, yendo a sus espectáculos para coincidir con ellos en un mismo espacio por algunos minutos u horas.
No me atrevo a decir que Woody Allen sea un ídolo para mí, pero sí es un director de cine al que le tengo gran respeto y admiración. Por otra parte, he aprendido a esperar a las personas, he intentado, retomando al artículo antes citado de Byun- Chul Han, a volcarme al tiempo del otro. Considerando esto, esperar por ver al director de Annie Hall creo que valía la pena, aún más si se tiene en cuenta que el evento al que fue invitado era más intimista, más cercano, si así se puede decir, en la Cinemateca Portuguesa, en Lisboa. Sería una charla de una hora, desde las 3 hasta las 4 de la tarde, para luego proyectar su película Manhattan.
El neoyorkino estaría acompañado por Ricardo Araújo Pereira, el aclamado humorista y periodista portugués, si bien a mí esto me era indiferente, dado que no estoy muy familiarizado con su trabajo. En esencia, mi idea era ver al menudo y polémico director. Las cartas estaban jugadas y yo bien sabía las reglas del juego; la Cinemateca había dispuesto su sala principal para las 3 de la tarde del pasado 14 de septiembre, y la expectativa era grande. Ya sabía que la sala tenía capacidad para poco más de doscientas personas, pero algunos asientos estarían destinados a invitados. Eso era claro. En la página de la institución se avisaba que el evento era gratuito y que a partir de las 2 pm serían repartidos los ingresos por orden de llegada, siendo dos ingresos el máximo posible para cada asistente.
Una incierta y borrosa espera por el polémico Woody.
Lo cierto es que me confié y solo pasadas las 11 am llegué al recinto. Había pedido un día libre en mi trabajo y sentía que lo había perdido. Para entonces una multitud iba desde la puerta de la cinemateca hasta la mitad de la cuadra y al menos doscientas personas estaban delante de mí. ¿Entonces para qué seguir esperando? Fue lo primero que me pregunté. Sabía que era inútil seguir ahí, pero entonces una de las organizadoras del evento pasó por la fila, dándonos esperanza a todos. Calculaba con su mano derecha la lista de borregos y nos animaba con la falsa ilusión de una posible entrada a la charla. Ella no era más que una cómplice de la burla a la que se refiere el título de esta crónica. Y de esto también se dio cuenta Sara Seiceiro, una lisboeta amante del cine, quien atrás de mí, en la infructuosa fila, no entendía cómo nadie de la organización del evento había salido a avisarnos de la imposibilidad de conseguir una entrada. Tanto Sara como yo éramos escépticos, pero un cierto estoicismo nos mantenía testigos de la burla. Y así fue que a las 2: 30 pm, tras varias caras de decepción y personas que desistían llegamos hasta la abarrotada puerta de la cinemateca, un espacio cultural, que comúnmente es muy tranquilo, pero que entonces era un hervidero de seres humanos desesperados por entrar, así fuera para sentarse en el piso. Lo cierto es que algunas personas seguían esperando, si bien las puertas estaban cerradas y si bien un asustadizo portero hacía lo que podía con sus fuerzas para que nadie rompiera el cerco, dado que nadie de la organización se pronunciaba. “Los portugueses somos así”, dijo una señora que también esperaba el milagro, “nos quejamos entre nosotros, pero cuando llega el momento de protestar no decimos nada”. Pero es que tampoco se quejaban algunos extranjeros ilusionados con ver en vivo y en directo al también escritor y músico de jazz. En realidad, esta última actividad era la razón principal de la venida de Allen a Lisboa, pues se presentaba esa noche junto a los músicos de la New Orleans Jazz Band, en el recinto de Campo Pequeno. Entre esos extranjeros se encontraba un iracundo Carlos Mujica, fotógrafo y periodista venezolano que, al saber del evento, pospuso todos sus compromisos del día. “Woody Allen es una leyenda del cine, y sería un honor verlo, pero creo que no es posible, he estado en la fila hasta ahora, pero me parece inadmisible que no les avisen a las personas que ya no hay más ingresos.”
Tan inadmisible para los que aún esperábamos que pedimos al portero que llamara a alguien que pudiera darnos una explicación. Hasta un hombre robusto y preparado para lidiar con personas alteradas puede sentir miedo cuando estas están realmente alteradas. Entre balbuceos el hombre fue a llamar a alguien, y minutos después llegó una señora que se presentó como la directora de relaciones públicas de la cinemateca. Su actitud era evasiva y tampoco confirmaba lo que era evidente. No me aguanté más y le dije que aquello era una burla, casi una humillación, porque era claro que no íbamos a poder entrar. La señora, apenada, reconoció que era imposible que alguien más ingresara a la sala. "La verdad duele, pero debe decirse", le rematé. En fin, habíamos sido usados para crear multitud, para ser un montón, una cifra de un evento con cobertura de los diferentes medios de comunicación. Éramos una especie de extras en la película creada para el evento, seguramente para mostrarle a Woody Allen que mucha gente estaba a su espera.
Al final, ya eran casi las 3 y 20 de la tarde y algunos resignados nos quedamos para al menos ver de cuerpo presente al veterano director. Y así fue, de repente un moderno carro negro llegó y a su alrededor se hizo una madeja de curiosos, y a los pocos segundos se bajó y pasó por el medio el famoso anciano con su sombrerillo habitual, su camisa azul clara y su pantalón caqui . Al menos eso, me dije, tanta espera para ver personalmente a quien tantas veces vi por una pantalla. No sé si valió la pena, pero ahí estaba, fueron algunos segundos desde que bajó del carro, hasta que entró a la cinemateca. Acto seguido se fue la mayoría de la gente que restaba, pero los más reacios esperamos hasta el final. Creo que esa fue mi revancha ante la burla de esperar a Woody tanto tiempo. Pasadas las 4 pm salió por una puerta lateral el hombre que se confundía con su personaje neurótico de muchas de sus películas. Meneaba las manos y parecía explicarle algo a un señor que lo acompañaba para entrar al carro. Por un momento me pareció un hombre sin edad, como si sus 87 años fueran solo uno dato ficticio de su larga biografía. Al entrar al carro lo vi desde la ventana que nos separaba y le hice un gesto de despedida. Creo que lo respondió con su derecha temblorosa. Era el fin de una larga espera. Se había acabado la burla.
El fin de la burla.