El MAMC 5 am

El lector y el MAMC


 

El lector y el MAMC

Por Juan Antonio Pizarro Leongomez

A esa hora, 5 a.m. de un martes cualquiera, no estábamos sino las palomas y yo en la Plaza de San
Pedro frente al Museo de Arte Moderno de Cartagena, ubicado en una casona colonial
reconvertida en centro de las artes plásticas, que había abierto de nuevo sus puertas luego de un
largo cierre pandémico. Estaba cavilando sobre esa apertura, importante para una ciudad
necesitada de cultura, cuando oí un psst, psst, volteé la cabeza hacia el origen del sonido sin
encontrar a nadie, pero cuando quise volver a mis pensamientos sobre el MAMC, una voz metálica
me dijo:

“Está cerrado”

Lo miré asombrado, ¿una escultura de hierro hablante? Lo que, tratándose de la escultura de un
lector, así sea de uno despistado como éste, no resultaba imposible, por lo que le respondí:

“Obvio, a esta hora “

“Lo ha visitado alguna vez?”

“No” le mentí, pensando que su alma ferrosa no tendría mucho de sicóloga.

“Es maravilloso” me aseveró “si bien algo pequeño para la historia inmensa de esta ciudad”

“Nunca había oído del M  MC”, mentí de nuevo, buscando tirar de su lengua un tanto oxidada.

“ Allí va a encontrar varias piezas de Grau, el maestro que esculpió a San Pedro Claver y el esclavo”
dijo mientras señalaba una escultura grande y pesada que se encuentra en un costado de la plaza.
“La que más gusta, especialmente a los niños y a las niñas, es un tríptico que Grau dedicó a su
Cartagena.”

“Por qué sabe que les gusta?”

“Los oigo al salir, hablando, como las cotorras de la plaza, de todo lo que han visto. Y todos recuerdan al Pinturero, ese torero paracaidista que se envolvió en las brisas decembrinas para morir, como Alfonsina, por caminos de algas y de coral’.”

“Es usted poeta?”

“Eche͙ en ocasiones, cuando los turistas desaparecen en las madrugadas, cometo poesía. Ambos grupos, niños y turistas, me hicieron falta durante la pandemia. Cuando se cansan mis ojos de leer, me distraigo viendo y oyendo a unos y otros.”

“Y el museo?”

“Una ciudad sin museos, es una ciudad triste. Los museos guardan, celosos, el alma de las ciudades. Aunque nunca he entrado a este, estacionado como estoy en este sitio, sé por los testimonios de quienes lo hacen que ven más imponentes, gracias a Obregón, los colores de la ciudad; que viven la sensualidad caribe en la obra de Morales; que la modernidad la vislumbran plena en Cecilia Porras; que con Grau descubren una cultura diversa.”

“Pensé que usted estaba concentrado en las letras, pero por lo visto tiene buen oído.”

“Y ajá͙ no solo de letras vive el hombre, pero hablando de letras, escuche esto: “Hace más de
treinta años, la pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la puerta
de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa de la Media Luna, en
Cartagena de Indias, pintó con la brocha gorda y los barnices de colores de los albañiles que
estaban reparando la casa, y al final hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó. Desde
entonces, la casa donde estaba la cantina ha cambiado muchas veces: la he visto convertida en
pensión de estudiantes con oscuros aposentos divididos con tabiques de cartón, la he visto
convertida en fonda de chinos, en salón de belleza, en depósito de víveres, en oficina de una
empresa de autobuses y, por último, en agencia funeraria. Sin embargo”

“Sin embargo qué?” pregunté al ver que se callaba, que no seguía con el texto

“Sin embargo nada; va a tener que venir al MAMC para completar esta pieza magistral de García Márquez, que se encuentra publicada ahí no más, al entrar.”

Lo miré desconsolado, pero intuí que era tan duro de mollera como el metal del que estaba compuesto.

Con una torsión de los labios me hizo ver a los primeros vendedores ambulantes que se acercaban, lo que significaba el final de nuestra charla. Con otro gesto, me pidió que me acercara para decirme en voz baja: “Como usted es cachaco, le voy a contar un secreto que no quiero que oigan esas loras chismosas que revolotean sobre San Pedro: el problema de esta ciudad es que todos persiguen el mismo fin, pero se mantienen peleando pensando que el fin de cada uno es mejor que el de los demás.”

Con estas crípticas palabras, el eterno lector volvió a la pose habitual dónde el escultor lo había
fijado para siempre. De reojo, antes de alejarme, vi que entre sus libros se encontraban el último 
de Alfonso Múnera, un historiador que me dicen habita en mi barrio, El Cabrero, y una biografía de Lucho Bermúdez por el pintor y escritor también cartagenero, Gustavo Tatis.

“¡Qué cosa! Una escultura que lee y habla” pensé, mientras me alejaba “Esta gente del Caribe se inventa unas vainas”

 

 


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