Fue un 2 de julio. Como hoy. Yo tenía nueve años. Cursaba cuarto año de primaria.
Recuerdo que tras la derrota contra Estados Unidos llevaba mi camiseta de Colombia, aún después del partido, y una vecina se acercó y me gritó ‘quítate esa camiseta que Colombia perdió’. Se que no me la quité porque la enervada señora me hubiese gritado, pero se que me dolió. Aunque quizá no más que lo que le pudo haber dolido a Andrés cargar con el peso de la eliminación del equipo marcando un gol en propia puerta, aún cuando tal equipo haya llegado eliminado a la cita después de haber consumido tanto humo.
No fui consciente de que lo habían asesinado porque después de la debacle me conformé con ver el resto de la Copa. Un amigo de la escuela que fue a mi casa a jugar fútbol me dijo que lo habían matado. Yo sin embargo no lo quise creer y seguí pateando la pelota. En la escuela mis compañeros insistían con la historia pero yo lo negaba. Cuando volvía a casa se que estaba ahí, en la octava página del álbum de cromos.
Sólo caí en cuenta que había muerto cuando en una limpieza general encontré una foto a doble página en blanco y negro en una revista en la que se mostraba un ataúd y un niño al lado. El pié de foto hacía referencia a su deceso. Sólo así lo comprendí. Entenderlo, jamás.
Tuve un afiche con su fotografía en una de las puertas de mi armario -coincidencialmente, tomada el día que marcó ese autogol-. Se que futbolísticamente fue mi ejemplo a seguir. Orgulloso llevé su número 2 cuando alguna remota vez jugué de oficio al fútbol en los torneos de mi colegio.
Hoy se que Andrés Escobar nunca se fue. Las balas no han borrado su imagen. La trascendencia de su memoria le permitió al equipo de fútbol de toda su vida ganar el campeonato nacional ese mismo año de su muerte. Su recuerdo acompañó a su hermano menor a lograr un título como director técnico mucho después. Colombia se ha pasado décadas enteras buscándole sucesor al rubio que ponía pases milimétricos a sus compañeros para que marcaran a gol pero jamás ha podido hacerlo con aquél muchacho que fue el guardián de la defensa de una generación fantástica. Quizás sea por el estigma de su figura. Quizás sea por el signo de su tragedia. O quizás porque con su muerte comprendió que jamás habrá un jugador como él. Un caballero de la cancha como él lo fue.
Hoy que Colombia vive en las mieles de una fantástica camada de jugadores que están llevando a la selección nacional a su mejor participación en un Mundial de fútbol, nos queda el sinsabor que él no está en cuerpo presente para disfrutarles. Ojalá este país, acostumbrado a hacer de su historia una espiral, conserve la reminiscencia de aquél flaco que portó la camiseta número dos con gallardía y pundonor. Que con ella finalmente comprenda que el fútbol por más que mueva pasiones es solamente un juego que debe acabar cuando el de negro pite y señale al centro del campo y que cuando termina, como él alguna vez lo señaló, es un hasta luego. La pelota volverá a rodar. La vida no termina ahí.
Sorbo Final Este artículo también fue publicado en La Pelota y un Café: http://www.lapelotayuncafe.com/#!20-aos-sin-andrs-escobar-/cjeh