Dos anécdotas cartageneras


A raíz de la invitación de la FIL Cali 2025 escribí dos anécdotas caleñas. Hoy, miércoles 5 de noviembre, publico dos anécdotas cartageneras que muestran el origen del apego a esta ciudad.

Todo empezó en el Caribe

Trascurría el año de 1946 (¿o sería el de 1947?), cuando una bogotana cachaca y un palmirano cotudo se encontraron en terreno neutral: Cartagena de Indias. Ella, una bella y encantadora joven, hija de una familia muy liberal; él, un serio y tímido vallecaucano, descendiente de una familia conservadora bien goda. Los caminos de ambos, llenos de vericuetos culebreros, se cruzaron conduciendo a un encuentro que iba a ser el comienzo de nuestra familia. De manera caótica como es su estilo desde el famoso Big Bang, el Universo diseñó los dos caminos que necesaria e inexorablemente llevarían o no llevarían a ese encuentro. Muy al estilo del conocido gato de Schrödinger ese encuentro estaba a la vez vivo y muerto, podía ocurrir o no ocurrir, pero ocurrió. 

De ese encuentro nacimos cinco hijos, los dos mayores y la menor en Santa Fe de Bogotá, y los otros dos en Cartagena de Indias. En el año 50 (creo) a mi padre que debía ser por entonces capitán de fragata lo nombraron Comandante de la Fuerza Naval del Atlántico (hoy del Caribe), lo que nos llevó a vivir en la casa destinada a ese cargo en Bocagrande. No tengo, lástima, memorias de ese entonces, pero si varias certezas: que aprendimos a hablar cartagenero, que Carlos y Hernando nacieron en el Hospital de Manga, que mi mamá nos enseñó a los mayores a nadar en el mar Caribe y que el primer colegio al que asistimos Eduardo, Carlos y yo fue al Gimnasio Montessori en el Pie de la Popa. Tanto Eduardo, como yo que soy el mayor de los cinco, estábamos en edad escolar, Carlos no, pero lo admitieron a dormir bajo un almendro por los ruegos de mamá que no se aguantaba sus berrinches cuando los dos mayores salíamos de la casa para el colegio. El mote que se ganó Carlos fue el de “el niño del almendro”. 

Esta primera etapa cartagenera culminó en el año de 1953, cuando al subir el general Rojas Pinilla al poder nombró a mi padre, por segunda ocasión, comandante general de la Armada Nacional. Pasarían un par de décadas antes de volver a Cartagena, primero como visitante más o menos frecuente y desde el 2018 como residente y vecino del barrio El Cabrero. 

Y volver, volver, volver

No fue hasta mediados de la década de los años 70 de siglo pasado cuando volvía a las calles de Cartagena de Indias y lo hice un par de veces por un par de días apenas. Mi vuelta, más en serio,  a La Heroica ocurrió a partir del año de 1980 cuando habiéndome retirado de la militancia en el Partido Comunista me vinculé a una empresa de servicios petroleros de la que un hermano de mi madre, Germán Leongomez Matamoros, era socio y gerente. La empresa Colombian Mud tenía en la zona industrial de Mamonal un molino para triturar la barita y la bentonita que importaba para uso en pozos de perforación de hidrocarburos. 

Aunque mi puesto en el área de comercio exterior tenía como sede Bogotá, tuve la fortuna de que pronto los socios de la firma confiaran en mis capacidades ejecutivas y me designaran para reemplazar al gerente de Cartagena durante las vacaciones anuales que este tomaba. El cargo mismo y los reemplazos me permitieron venir a Cartagena varias veces al año, a veces por unos pocos días, a veces por varias semanas, lo que me permitió comprender muchas cosas que me han servido mucho cuando finalmente nos radicamos con Anamarta en La Fantástica, siendo la más importante de todas, que el ritmo de Cartagena es distinto al de Cali, ciudad donde crecí, y muy, pero muy distinto al de Bogotá, ciudad en la que nací y donde he vivido la mayor parte de mi vida. En Cartagena hay tiempo para todo: para trabajar, para dormir la siesta, para leer, para pasear, para bailar, pero, sobre todo, para conversar. 

Una historia de Fanny Mikey, una argentina maravillosa que amaba esta ciudad tanto como mi tío Germán, ilustra la importancia de la conversación en Cartagena: en un viaje a Cartagena para la presentación en el antiguo Teatro Heredia (hoy Teatro Adolfo Mejía), Fanny que amaba sobremanera el mar y el sol, aprovechó, entre ensayo y ensayo, el tiempo del almuerzo para ir a la playa donde se demoró más de la cuenta y tuvo que coger un taxi para regresar al teatro. Al entrar el vehículo a la Ciudad Vieja, un carro que iba adelante se detuvo frente a un peatón con el que el conductor se puso a departir. Al cabo de unos segundos, Fanny, agitada y acelerada, le pidió al taxista que le pitara al otro vehículo para que se moviera. El taxista, con calma apagó el motor y volteándose hacia Fanny le dijo: “Señora, cálmese, no ve que están conversando”. 

Nota bene: Mañana jueves 6 a las 6 pm lanzo, junto con el historiador Alfonso Múnera Cavadía, mi novela Las bocas del silencio en Ábaco Libros & Café para el público en general. Ayer martes lo hice para el Club de Lectura de Ábaco Libros junto con Iliana Restrepo.