Los fantasmas del Museo de Arte Moderno de Cartagena (MAMC)


Los museos, como los teatros, tienen sus fantasmas que operan en la sombra: inspirando tramas, corrigiendo líneas, iluminando oscuridades. Cartagena de Indias, con su historia centenaria y sus museos —que la encierran y multiplican— no está inmunizada contra esos fantasmas. Por el contrario, los acoge y los pechicha hasta crear historias mágicas que rivalizan con las de Gabo, quien fue una de sus víctimas favoritas.

A mediados del año 2023, durante la exposición del maestro Jaime Manzur, los espíritus escogieron a un pintor —de origen cachaco pero lleno del Caribe— para iniciar una historia que no debe terminar sin multiplicarse. El deportólogo que ayuda a mantener a Camilo Calderón en su mejor condición física le comentó que su hijo de ocho años, llamado Milan, desde siempre ha mostrado talento para el dibujo y que su deseo es ser pintor. Camilo, que recuerda cómo en sus años de profesor universitario en Bogotá los padres de sus alumnos de Bellas Artes venían a rogarle que, por favor, desviara el interés de sus hijos hacia carreras más serias y productivas —lo que, obviamente, motivaba a Camilo a cambiarles el destino a los estudiantes… de otras profesiones como administración, ingeniería, derecho, etc., hacia el arte—, le preguntó al padre de Milan si estaba dispuesto a apoyar a su hijo artista.

Cuando este le respondió afirmativamente, Camilo —conocedor como ninguno de los espíritus del museo— le sugirió a su amigo que llevara a su familia a la exposición de Manzur en el Museo de Arte Moderno de Cartagena, el MAMC, para que Milan experimentara el arte de un gran maestro.

Durante la visita, como Camilo esperaba, los fantasmas obraron su magia. Milan recorrió fascinado —en el sentido exacto de la palabra— las pinturas y los dibujos que conforman la muestra que Manzur trajo a Cartagena.

Después de recorrerla, quería más, mucho más, por lo que les dijo a sus padres que él tenía que enviarle, con su voz de ocho años, un mensaje al pintor:

—«Maestro Manzur, yo quiero conocerlo, yo soy Milan. Me encantan sus obras, quiero estar un ratico con usted… ehh, quiero saber cómo usted pinta y todo eso. Me encanta. Me encanta cómo pinta. Lo quiero.»

Cuando el maestro recibió el mensaje, su espíritu, curtido en estas lides a través de nueve décadas de existencia, obró su magia e invitó a Milan, junto con sus padres, a visitarlo. Cuando se encontraron, el pintor, durante una hora, se transformó en guía y pedagogo del niño, hablándole del oficio del artista: la pulsación y su gran valor en el dibujo, que se demuestra en los 13.000 grises entre el blanco y el negro del gran dibujante Doré, analizados por una computadora; la fotografía y su ayuda —no para copiar, sino para explorar—; la expresión del artista, y otras lecciones invaluables para todo joven creador.

Al finalizar, Manzur pidió una hoja de papel, la estrujó con sus manos, haciendo de ella una bola que dejó caer sobre la mesa:

—«¿Qué ves ahí?», preguntó a Milan.
—«¡Una rosa!»

El maestro se levantó y abrazó al niño, agradecido con los espíritus del MAMC por haber puesto en su camino el talento de alguien que quiere y sueña con ser distinto.

Nota del autor

Esta historia, basada en hechos reales que me contó mi amigo y artista Camilo Calderón, es un homenaje al poder transformador del arte y a los espíritus —visibles e invisibles— que habitan nuestros museos. Milan y Manzur se encontraron en un cruce mágico de generaciones, gracias a las fuerzas que desde siempre se resisten a dejar que el arte muera. Que su encuentro inspire a otros niños —y a sus padres— a escuchar lo que los fantasmas del MAMC todavía tienen por contar.


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