Llevo un par de semanas, desde que se concretó la invitación a presentar Las bocas del silencio en la FIL Cali 2025, recogiendo pasos —o mejor, recuerdos— de la Cali que viví en la primera mitad de los años sesenta del siglo pasado. Aquí van dos, escogidos de una multitud:
Dapa, la finca soñada
El sueño de mi papá, en los años cincuenta del siglo XX, fue tener una finca. Mientras vivimos en Bogotá entre 1957 —cuando cayó Rojas Pinilla y llamaron al viejo a comandar la Armada Nacional, sacándolo del retiro— y 1959 —cuando pidió la baja por segunda vez al no nombrarlo Lleras Camargo ministro de Guerra, a pesar de ser el oficial de mayor graduación dentro de las Fuerzas Militares—, recuerdo muchos fines de semana recorriendo los municipios de tierra templada de Cundinamarca buscando una tierrita para comprar.
Al llegar a Cali, no recuerdo haber buscado nada: apenas instalados, compró cuatro o cinco cuadras de tierra en un paraje del municipio de Yumbo llamado Dapa.
En la finca se suponía que debíamos tener varias cosas: caballos, para montar usando las cinco sillas que nos regaló el tío Germán —hermano de mi mamá y gran jinete, como lo fue mi abuelo materno—; una piscina, donde seguir nadando como habíamos aprendido en la Cartagena donde vivimos a comienzos de los años cincuenta; y naranjas, en los hoyos que debíamos abrir a punta de pala y azadón en las mañanas para ganarnos el desayuno nuestro de cada día pasado en la finca.
La verdad es que nunca hubo un caballo para usar las sillas; el hueco de la piscina se llenó de pasto, no de agua; y los naranjos nunca florecieron ni dieron fruto. A pesar de eso —de la falta de caballos, piscina y naranjas—, fuimos muy felices los cinco hermanos recorriendo con libertad todos los rincones de Dapa, más allá de nuestra finca: montando en caballos alquilados, nadando en piscinas vecinas y comiendo frutas distintas a las naranjas.
Duke, un perro fuera de serie
En la finca sí hubo perros; no muchos, pero los hubo. El más recordado llegó con mis padres después de un viaje que hicieron a Bogotá: una bolita de carne, llena de pelos, de una raza que los viejos definieron como “policía ruso”, pues, según ellos, era el perro que usaban tanto los zares como luego los comunistas para cuidar las lejanas cárceles de Siberia. En un comienzo nos parecía que esa bolita tímida, asustadiza y peluda era apta para todo menos para el oficio de carcelero.
Con el paso del tiempo, la bolita se convirtió en un perro de buen tamaño, que dejó atrás la timidez y que, de asustadizo, pasó a ser asustador. Era un perro que, en Cali —donde vivía encerrado en nuestra casa—, solo mordía a la gente cuando estaba contento. Y mordió a mucha gente, incluidos varios miembros de la familia. Lo hacía de manera muy superficial, heridas que nunca requirieron de nada más que de un poco de merthiolate para sanar. En contraste con eso, en Dapa, donde vivía libre, nunca mordió a nadie, ni conocidos ni extraños. Me imagino que en el campo se sentía en casa, recordando las estepas abiertas de sus antepasados.
Había dos cosas que lo alborotaban: las celebraciones de cumpleaños y los partidos de fútbol de tres contra tres que jugábamos en el patio trasero de la casa. Para incitar su alegría, llamábamos a alguna emisora de la Cali de la época que ponía el japi birdey tu yú para complacer a sus oyentes, y le dedicábamos la canción a Duke Pizarro. Previendo la reacción de nuestro perro, en el momento en que sonaba la canción todos nos subíamos a mesas y asientos para quedar fuera del alcance de sus colmillos.
Para los partidos con amigos —en especial con nuestros vecinos, los Pizano y los Guzmán—, antes de comenzar encerrábamos al perro en el baño que quedaba junto al jardín. Al finalizar el partido, los visitantes se subían al muro que rodeaba el patio, pues sabían que, al sacar a Duke de su encierro, este saldría feliz a morder al que pescara.
Como bien dijo alguien, recordar es vivir. Y son esos recuerdos de la niñez y de la juventud los que nos ayudan a enfrentar, con fortaleza y humor, los embates de la vida adulta.