Olavide y la Ilustración: una historia americana en Europa (II)


Primer Acto Recuento de los inicios de Pablo de Olavide y Jáuregui
La Catedral del Lima luego del terremoto de 1687

                                                                                       Primer Acto

Recuento de los inicios de Pablo de Olavide y Jáuregui

El 28 de octubre de 1746, a las 10:30 de la noche, un brutal terremoto sacudió Lima y a sus habitantes. En pocos minutos —algunos hablaron de tres, otros de seis—, de las 3.000 construcciones de la ciudad quedaron en pie solo 25. Los muertos por el sismo fueron muchos menos de los esperados, alrededor de 2.000, en buena parte por los materiales livianos usados en la construcción después del terremoto de 1687 y, en parte, por los espacios abiertos de la Ciudad de los Reyes, a los que salieron disparados los limeños cuando empezó el remezón. Entre las víctimas mortales se encontraban los progenitores de Pablo de Olavide y Jáuregui, que en ese momento era un mozo de 21 años con una brillante carrera por delante, gracias a sus talentos, a sus antepasados y al hecho nada despreciable de pertenecer por nacimiento a la poderosa casta de blancos ibéricos y criollos que dominaba Lima y el Perú.

El terremoto golpeó un país que era, junto con Nueva España, la colonia más rica de las Américas. Esta posición atravesaba por una larga crisis, de acuerdo con Oliver-Smith, por cinco razones: uno, la plaga que devastó la producción virreinal de trigo; dos, la disminución de la producción de plata y mercurio; tres, la abolición en 1720 del sistema de encomiendas, que, si bien no desapareció del todo, sí afectó la economía de muchas familias limeñas; cuatro, la abolición del pago de aduanas por mercancías sudamericanas que tenían paso obligado por El Callao; y cinco, la creación de los virreinatos de la Nueva Granada (primero en 1717 y luego en 1739) y de Buenos Aires (1776), lo que redujo de manera drástica el tamaño del virreinato peruano.

En esa Lima, en medio de la crisis, nació el 25 de enero de 1725 Pablo Antonio José de Olavide y Jáuregui, hijo de Martín de Olavide y de María Ana de Jáuregui, ambos pertenecientes a familias de la crème limeña. El niño Pablo ingresó a los 10 años al Colegio Real de San Martín, regido por la Compañía de Jesús y parte de la primera universidad fundada en América: la Real y Pontificia Universidad de San Marcos. A los 15 años obtuvo los grados de licenciado y doctor en Teología, y a los 16 ya era licenciado y doctor en Derecho Canónico y Derecho Civil.

Su talento natural, unido a la fortuna e influencia de la familia, le abrió las puertas de una carrera a nivel académico: para empezar, catedrático de Teología y, más adelante, maestro de las Sentencias, una cátedra dedicada al estudio de las Sentencias de Pedro Lombardo. Pero es a nivel burocrático donde realiza una carrera meteórica: abogado de la Real Audiencia de Lima, asesor del Consulado de Lima, asesor general del Cabildo Municipal y oidor de la Real Audiencia de Lima. Este cargo, el segundo en importancia después del virrey, le llega a los 20 años, en 1745, luego de un donativo de 32.000 pesos hecho por su padre, Martín de Olavide, a la Corona española. Un donativo nada despreciable si consideramos que esos pesos equivaldrían hoy a, más o menos, 560.000 euros. El cargo de oidor en la Real Audiencia de Lima en 1745 era un puesto de gran prestigio y responsabilidad, que combinaba funciones judiciales, políticas y administrativas. Los oidores eran piezas clave en el sistema colonial, especialmente en una etapa en que la estabilidad del virreinato era esencial para los intereses de la Corona española.

Es en ese momento, cuando la naturaleza golpea con el brutal terremoto mencionado a la ciudad de Lima y a su puerto de El Callao —que desaparece bajo un tsunami que deja apenas 100 sobrevivientes de una población de 4.000—, que Olavide no tuvo tiempo de llorar a sus padres, pues la devastación exigía empezar a remover escombros para salvar vidas, sacar cadáveres, encontrar las riquezas abandonadas en las casas de los pudientes para protegerlas de los saqueadores y devolverlas a sus dueños, e iniciar la reconstrucción de la ciudad. En esas labores de limpieza y reconstrucción, Olavide mostró otros de sus talentos: la capacidad de ejecutar y completar las tareas encomendadas, y hacerlo con éxito.

Pero también fue en el desarrollo de estas tareas donde comenzaron sus choques con los grandes poderes coloniales: la monarquía, la nobleza y la Iglesia católica, junto con su brazo más oscuro, la Santa Inquisición. Confrontaciones que lo acompañarían toda la vida.

Dos temas —ambos decisivos en la vida del limeño— estuvieron en el centro de sus confrontaciones: su amor por el teatro y su empeño en mejorar la calidad de vida de los sectores populares, considerados viles por los miembros de su propia clase social. Las acciones del joven Olavide provocaron el rechazo general de los poderes locales, que lo acusaron de malgastar «los caudales destinados a la reconstrucción de un convento en levantar un costoso coliseo de comedias». También lo señalaron por haber erigido «un suntuoso templo —Nuestra Señora del Buen Socorro— en un arrabal de Lima (la vía de Malambo), gastando demasiados caudales en un suburbio poblado exclusivamente por negros libres, mulatos y esclavos». Decían que tanta suntuosidad derrochada en gente infame demostraba cuánto despropósito había en las actuaciones de «ese caballerito malcriado y ahora ensoberbecido de poder, ante el cual parecía rendirse hasta el mismísimo Señor Virrey».

El interés de Olavide por explicar las causas naturales del sismo molestó sobremanera al clero, que lo presentaba como un castigo divino por los pecados de la población: por su relajación moral y falta de devoción; por la moda francesa femenina —escotes pronunciados, mangas cada vez más cortas y faldas a la altura del tobillo—; por las herejías y desobediencias a la Santa Madre Iglesia; y por la falta de caridad y las crecientes desigualdades sociales. Estas explicaciones, sin duda, reforzaban y consolidaban el poder de la Iglesia en una sociedad sobre la cual ya tenía una gran ascendencia.

«La ira de Dios —reclamaban algunos— debía caer contundente sobre ese Pablo de Olavide por tales muestras de soberbia, arrogancia y descreimiento. Y si no la ira de Dios, al menos la justicia del hombre, que —afirmaban convencidos— había de aplicarse en nombre del Creador». Nadie resumió mejor que el jesuita Rávago, confesor del rey, la visión que los sectores más conservadores de Perú y de España tenían de Olavide: «un hombre sin religión y sin costumbres, un impío que había preferido la construcción de un teatro a la de dos iglesias, un malvado digno de la última pena».

Todos estos escándalos llevaron a que Olavide fuera acusado de malversar los fondos reales, cargo que se agravó cuando viejos socios de su padre —que exigían el pago de acreencias a su favor— lo demandaron, logrando el embargo de sus bienes. Frente a esta embestida contra su reputación y sus finanzas, Olavide no tuvo otra opción que seguir el consejo de su protector, el virrey Manso de Velasco, y abandonar Lima para partir hacia la Corte de Madrid con el fin de defenderse. Permanecer en Lima era someterse a un proceso que, antes de iniciarse, ya tenía sentencia condenatoria. En septiembre de 1750, Pablo de Olavide se embarcó en El Callao rumbo a España, despidiéndose del Perú al que nunca volvería.

 


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