Olavide y la Ilustración: una historia americana en Europa (III)


Mapa del Caribe de Nicolás de Fer de 1717

                                                   Mapa del Caribe de 1717 de Nicolas de Fer

Segundo Acto

Viaje por el Caribe: Soliloquio de Olavide

Después de lo vivido estos últimos meses en la Lima de mis amores, que tantas decepciones me dejó, estaba preparado para un viaje tranquilo a Cádiz donde sabía que me esperaban nuevos sobresaltos. Era muy consciente de la importancia de aprovechar este viaje para preparar la defensa de mi honor, manchado por las acusaciones de malversación de los dineros por mi manejados y de mi hacienda, reducida por las demandas y los embargos. El viaje entre Callao y Panamá fue muy sereno, lo que me dio tiempo y oportunidad para conversar largo con el capitán, un hombre muy conocedor de su oficio y de los mares que debía enfrentar.

“Mucho ha cambiado en la forma de atravesar el Atlántico y mucho va a cambiar en las próximas décadas”, me dijo en varias ocasiones “Las condiciones del Caribe son cada vez más seguras, con la desaparición de los piratas, corsarios y bucaneros gracias a la persecución por las marinas que antes los protegían. Esto, unido a la cada vez menor producción de plata en tu país, ha reducido la necesidad y frecuencia de las Flotas de Galeones, que pronto desaparecerán reemplazadas por los registros sueltos, barcos que hacen la travesía individualmente y no como parte de convoyes. Esto va a impulsar el comercio, reduciendo los costos y los tiempos. Y pronto los barcos van a utilizar más la ruta del cabo de hornos para el trayecto Callao-Cádiz, con lo que se abren alternativas al viaje actual que toma entre cuatro y seis meses por el camino normal: Callao/Panamá/Portobelo/La Habana/Cádiz.”

Al llegar a Panamá hablé con viejos socios comerciales de mi padre, que me pusieron rápido en camino con una recua de mulas que se dirigía al puerto de Portobelo en el Caribe. Esta segunda etapa del viaje transcurrió sin eventos lo que reforzó mi optimismo de arribar a Cádiz en pocas semanas. En Portobelo, que por siglos había sido testigo de una de las mayores ferias del mundo gracias a la plata de mi país, fui testigo de su decaimiento. Una década antes el inglés Vernon al mando de X navíos había asaltado el puerto y destruido sus fortificaciones, lo que ahuyentó el comercio que se espanta fácilmente cuando se siente inseguro. El clima, caluroso y malsano, tampoco hacía agradable la espera. Después de un par de semanas, un conocedor me aconsejó aprovechar un transporte que se dirigía a Cartagena de Indias donde me aseguró que sería fácil conseguir un cupo en un buque hacia Cádiz. 

El viaje a Cartagena, también rápido y sin incidentes, me devolvió el optimismo que se reforzó cuando entramos a la magnífica bahía por un sitio llamado Bocachica. Intrigado pregunté si había una boca grande, a lo que me respondieron que sí, que pronto, cuando entráramos a la bahía interior la vería a estribor, a mi izquierda. Cuando pude divisar las cúpulas de la ciudad, me di cuenta que, sin ser tan grande, Cartagena de Indias, era más parecida a Lima que a Panamá o a Portobelo en cuanto a la riqueza de sus murallas y fortificaciones y la de sus casas. Pero, su clima y sus enfermedades como pronto me enteraría eran típicamente caribes. 

Las primeras noticias sobre barcos a Europa no fueron nada halagüeñas, según averigüé no había pasaje antes de varios meses. Deprimido por las noticias, fui víctima primero de una banda de estafadores que me afanaron toda la plata que llevaba y, acto seguido, de la chapetonada, como llamaban al mal producto del clima de Cartagena tan bien descrito por Juan de Castellanos: ““al novicio que viene mal dispuesto, o le da sanidad o mata presto”. Y yo venía muy mal dispuesto, pero no morí presto. Fueron tres semanas entre la vida y la muerte en un hospital de pobres, de donde salí finalmente como un esqueleto andante. En la calle tuve la suerte de toparme con un viejo conocido de mi padre que además de acogerme, me facilitó los medios para dirigirme a Caracas donde estaba seguro socios de negocios de mi padre me prestarían ayuda. 

Esta porción del viaje la hice por tierra con una caravana de mulas similar a la usada para atravesar el Istmo de Panamá. De nuevo el viaje transcurrió bastante tranquilo hasta llegar a la región de la Guajira junto a unas magníficas montañas con sierras nevadas donde nos advirtieron que no podíamos pasar pues los caminos estaban tomados por una feroz tribu llamada Wuayú. Desesperado intenté convencer a mis compañeros de forzar nuestro paso, a lo que me respondieron que nadie en su sano juicio intentaría cruzar la raya trazada por los wayuús sin una fuerza militar muy superior que no era nuestro caso, simples viajantes de comercio. Finalmente, llegamos a un pequeño puerto llamado Riohacha, donde la suerte quiso que encontrara un bergantín cuyo destino final era el mismo mío: Caracas. Feliz, acordé con el capitán holandés las condiciones y me embarqué para este penúltimo tramo de mí ya extenso viaje.

Lo que el capitán no me advirtió es que el viaje no era directo de Riohacha a Caracas, sino que habría múltiples paradas en las islas del Caribe para comprar y vender mercancías. Lo que era un trayecto de pocos días se convirtió en uno de meses. Reconozco que, en lugar de maldecir por mi mala fortuna, decidí aprovechar las diversas paradas para hacer mis propias negociaciones con lo que pude llegar a Caracas, cuando finalmente lo hicimos, con mi fortuna parcialmente reconstruida.

En Caracas tuve la fortuna de encontrarme con socios muy honorables de mi padre que me brindaron su apoyo para vender la mercancía que traía de las Islas y para obtener un cupo en un barco para alcanzar finalmente el puerto de Cádiz en España.

 

 

 


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