Interrogatorio de la Inquisición, según una litografía de la 'Historia de Europa' de E. Castelar (1896)
Tercer Acto
Un perulero en España
Como los gatos, Pablo de Olavide tuvo siete vidas, y siempre que caía, lo hacía parado. Al llegar a Cádiz, luego del periplo de dos años, lo esperaba la justicia española, que se había enterado de sus andanzas por el Caribe y lo arrestó por lo que se consideraba un delito mayor: el contrabando. Con Olavide quisieron escarmentar a todos los practicantes del contrabando —que eran multitud en ese entonces—, aguijoneados por los monopolios estatales que buscaban restringir el comercio entre la metrópoli y sus colonias, para mayor provecho del fisco español y de un grupo de ricos comerciantes gaditanos, españoles y no españoles. El fiscal pidió y obtuvo para el reo «una sentencia ruidosa para que dure su recuerdo siglos enteros», lo que llevó a los parientes ibéricos del perulero a contratar abogados que, usando todas las “formas de lucha”, obtuvieron la libertad del condenado, aduciendo motivos de salud.
Una vez libre, Olavide usó todos sus talentos y experiencias para insertarse en la sociedad madrileña, lo que logró en poco tiempo. Una vez allí, llegó al patrimonio por la expedita vía del matrimonio: conoció y enamoró a Isabel de los Ríos, una mujer mayor que había heredado fortunas de los dos maridos que la habían hecho dos veces viuda. A la tranquilidad que le daban las riquezas de su mujer —transferidas a su nombre en su totalidad antes del matrimonio—, Olavide sumó el prestigio social que implicaba pertenecer a la antigua y poderosa Orden de Santiago, cuando adquirió el derecho de vestir el hábito de esa orden militar y religiosa.
Al contrario de muchos, Olavide no malgastó la fortuna de su mujer. Si bien invirtió parte de ella en viajes por toda Europa, estos los utilizó muy sabiamente para extender sus redes comerciales, culturales y políticas, que aprovechó para traer a Madrid nuevas ideas y experiencias, y para consolidar su posición económica. En varios de estos aspectos —en especial los comerciales— lo ayudó enormemente su amistad con otro americano, el ecuatoriano Manuel Gijón y Leal, un personaje tan interesante y tan desconocido en las Américas como el propio Olavide.
Los viajes por Europa, especialmente a Francia y Suiza, le permitieron a Olavide conocer y entablar relaciones con los iluminados que abrirían con sus ideas el camino de la Revolución Francesa: Voltaire, Diderot, Rousseau, D’Alembert y Dangeul. En alguna carta, Voltaire le escribió a D’Alembert: «Monsieur Benavides ou Olavidés est un philosophe très instruit et très aimable».
A su regreso a España, en su casa de Leganés organizó una tertulia donde se reunían personas interesadas en modificar las obsoletas estructuras del país, que impedían a la nación competir con las más adelantadas de la Europa contemporánea. Además del teatro, los temas que discutían los contertulios giraban en torno a «la necesidad de reformar la economía, la cultura y la política españolas, trastocando las viejas costumbres e incorporando al país a la contemporaneidad europea, dando mayor participación a los sectores populares, mejorando sus condiciones de vida, educándolos, ofreciéndoles formación profesional, solucionando los graves problemas sanitarios y de higiene en que vivían... En definitiva, cambiando el mundo».
Su vida en España transcurrió entre proyectos importantes encomendados por el mismo monarca:
• El manejo del Asilo y Hospicio de San Fernando, y de otro ubicado en las cercanías de Madrid, para alojar y reeducar en el trabajo a mendigos, huérfanos y vagos, tarea que realizó de manera sobresaliente.
• El cargo de síndico personero de la ciudad de Madrid, desde el que propuso reformas para mejorar las condiciones de los barrios y de sus habitantes. (De ahí el nombre de la Plaza de Olavide).
• Asistente de la ciudad de Sevilla e intendente de Andalucía, delegado del gobierno de España e independiente de la nobleza local y de la Iglesia. Desde ese cargo empezó a combatir la corrupción y el desgreño administrativo, que era tan grave que lo llevó a afirmar lo siguiente: «Alguna vez será menester usar de remedios fuertes. Una gangrena no se cura con colirios». Sus ejecutorias fueron importantes a pesar de la oposición —como antes en Lima— de la nobleza, el clero y los gremios tradicionales.
• Diseñó una reforma educativa que incluía la creación de una universidad contemporánea en Sevilla, así como una reforma agraria y un plan de repoblamiento para el campo. Esto último lo ejecutó como superintendente de las Nuevas Poblaciones, lo que le valió el reconocimiento en toda Europa como «el hombre que colonizó los desiertos de Sierra Morena».
De nuevo, como le había ocurrido en Lima, sus proyectos lo enfrentaron con el clero, la nobleza y, ahora, los gremios: instituciones que veían en la modernización una amenaza a su posición y a su poder. Para expulsar a Olavide de Sevilla y de Andalucía, sus enemigos se aliaron con la decadente, pero aún poderosa, Inquisición.
En 1775 es llamado a Madrid para responder por acusaciones como esta, del agustino fray José Gómez de Avellaneda:
«Es común voz y fama que es desafecto a todo el estado eclesiástico, secular y regular; también a cosas de devoción. Varias veces he oído que habla mal de las mujeres de Sevilla por las asistencias los templos a hazer novenas devotas a Dios y a sus santos, confiando en que con tiempo irán dejando eso e irán a la comedia. Es público el empeño que en promoverlas ha tenido. También se dice que ya no ay más estorvo que algunos frailes ignorantes que predican contra ellas, pero que ya se remediará todo... Hombre deísta sin religión, que sólo cuida de lo del siglo presente y sus diversiones, como si después de ésta no hubiese otra vida».
Condenado en 1778, se exilia en Francia por diecisiete años, donde termina viviendo la misma situación que lo llevó a salir del Perú y de España: el enfrentamiento con los poderes del momento, en este caso con los jacobinos durante la época del Terror, que lo acusan de ser un extranjero colaborador de la aristocracia. Pasa varios meses en prisión, bajo la incertidumbre de qué pasará con su vida. Sus reflexiones lo llevan a escribir El Evangelio en triunfo, obra que le abre las puertas para retornar a España, donde morirá el 25 de febrero de 1803..