Empecé mis estudios de derecho en el año de 1966 en la Pontificia Universidad Javeriana en la Bogotá donde había nacido y vivido por temporadas. De mis estudios de derecho recuerdo pocas cosas, pues casi desde el comienzo tuve claro que ser abogado no era lo mío. Para mi infortunio no tuve el valor de planteárselo a mi padre, sino que seguí año tras año perdiendo el tiempo con materias y clases que ni me interesaban, ni yo a ellas. Pero, ese tiempo que perdía en clases lo ganaba en actividades extracurriculares: literatura, cine, política, amigos, que me han servido mucho para la vida que siguió a la universidad.
Algunas cosas me quedaron de las clases, como esta definición de estupro de un profesor algo chabacano pero buen maestro, Lisandro Martínez: “Prometer para meter, para después de haber metido no cumplir lo prometido”. Leyendo y viviendo la historia de este país encuentro que no solo las inocentes doncellas capitalinas o provincianas han sido estrupadas, sino que lo hemos sido todos los ciudadanos a través de la historia.
Un caso típico de estupro a nivel colectivo fue el realizado por el General José Hilario López a mediados del siglo XIX, que basó su campaña en tres promesas que entusiasmaron a los artesanos y a todos los sectores populares: proteccionismo aduanero, ejidos para el pueblo y libertad para los esclavos.
De las tres promesas de campaña, solo se cumplió con la de libertad de los esclavos. Medida importante sin duda, pero que venía dándose en la práctica ya que no se importaban más esclavos y los hijos de esclavos nacían libres. La de implantar aranceles para proteger la muy débil e incipiente industria nacional se incumplió desde un comienzo como lo denunció Anselmo López, el líder de los artesanos y antepasado de los dos López presidentes del siglo pasado:
“¡Nuestra suerte es hoy de la que era antes de la elección! ¿Qué promesa se ha cumplido? ¿Qué se ha adelantado? Nada... ¿Qué protección se ha dado pues al artesano? Ninguna.”
Igual suerte corrió la otra promesa electoral: la protección del ejido, “campo común de un pueblo, lindante con él, donde suelen reunirse los ganados o establecerse las eras”. En vez de entregar al pueblo los ejidos, se permitió su libre enajenación y las tierras quedaron en manos de los grandes terratenientes.
Este y otros casos más recientes de promesas incumplidas, me recuerdan el viejo chiste del político que se desgañitaba en una plaza de pueblo prometiendo la inmediata construcción de un puente sobre el río que atravesaba el municipio. Cuando un campesino perplejo le dijo que por ahí no pasaba ningún río, el político respondió: “Entonces les construyo uno, con puente y todo.”
Pienso que, después de 200 y pico de años de República, es hora de que los colombianos dejemos de comportarnos como ingenuas adolescentes a quienes el Don Juan de turno embauca con bellas palabras, y empecemos a elegir no a quienes mucho prometen, sino a quienes mucho ejecutan. Y es el momento de aplicar también ese aforismo latino, que aprendí en mi primera clase en la facultad de derecho: “Dura lex sed lex”, a quienes, además de incumplir promesas, delinquen desde las altas posiciones del Estado.