#TBT con Gabriel García Márquez en El Universal


En el archivo de El Universal me encontré con hojas que quieren decir adiós, pero con textos brillantes que se niegan a ser comidos por el comején. Me encontré, entre muchos otros grandes escritores, con un Gabriel García Márquez inspirado. Letras de hace 70 años que no pueden quedar en el olvido, por eso desde hoy y todos los jueves publicaré en este blog, una a una las columnas que escribió Gabo en El Universal. 

Empecemos:

Viernes 21 de Mayo de 1948

Punto y Aparte...

Por Gabriel García Márquez

Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado ya a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El reloj de la boca del puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar su irreemplazable sitio de animal domestico.

En las ultimas noches ya no iban nuestras miradas a preguntarles por el regreso enamorado de aquella voz que nos quedó sonando en el oído como un pájaro eterno; o por el rincón temporal donde cortamos bruscamente el hilo tenso de la aventura, sino que tratábamos de impedir, de detener con gesto último y desesperado aquella marcha lenta, angustiosa, que iba precipitando las horas contra una frontera conocida que era, a su vez, la orilla tremenda donde se doblaba nuestra libertad.

Diariamente, a las doce oíamos allá fuera la clarinada cortante que se adelantaba al nuevo día como otro gallo grande, equivocado y absurdo que había perdido la noción de su tiempo. Caía entonces sobre la ciudad amurallada un silencio grave, pesado, inexpresivo. Un largo silencio duro, concreto que se iba metiendo en cada vértebra, en cada hueso del organismo humano, consumiendo sus células vitales, socavando su levantada anatomía.

Hubiera sido aquel buen silencio elemental de las cosas menores, descomplicado; ese silencio natural y espontáneo cargado de secretos que se pasea por los balcones anónimos. Pero este era diferente. Parecido en algo a ese silencio hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes. Hundidos en él solo oíamos el ruido rebelde, impotente de nuestra respiración, como si allá fuera en la bahía estuviera aún Francis Drake con sus naves de abordaje.

La madrugada -en su sentido poético- es una hora casi legendaria para nuestra generación. Habíamos oído hablar a nuestras abuelas que nos decían no sé qué cosas fantásticas de aquel olvidado pedazo de tiempo. Seis horas construidas con una arquitectura distinta, talladas en la misma substancia de los cuentos .

Se nos hablaba del caliente vaho de los geranios, encendidos bajo un balcón donde se trepaba el amor hasta el sueño de los muchachos. Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo. El grillo exacto, invariable, que desafiaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa musical de la serenata.

Nada de esto encontramos en el desolado patrimonio de nuestros mayores. Nuestro tiempo lo recibimos desprovisto de esos elementos que hacían de la vida una jornada poética. Se nos entregó un mundo mecánico, artificial, en el que la técnica inaugura una nueva política de vida. El toque de queda es –en este orden de cosas- el símbolo de una decadencia. Hay una gran distancia histórica entre esta clarinada prohibitiva y la voz amable del sereno colonial.

Este de ahora es hermano del que oyeron los ingleses después del primer bombardeo a Londres. Igual al de Varsovia. El mismo que levantó su trinchera de terror ante los ojos asombrados de los niños alemanes que cambiaron sus trompos por ametralladoras. Con igual angustia lo oyeron todos los oídos de Europa; con esta misma sensación desconcertante de que algo se está derrumbando a nuestras espaldas. Con este mundo materializado donde los peces de colores tienen que abrirle agua a los submarinos, con esta civilización de pólvora y clarines ¿cómo se puede pedir que seamos hombres de buena voluntad?

Desde ayer, afortunadamente no oímos el toque de queda. Ha sido suspendido precisamente cuando se había incorporado a las costumbres de la ciudad. Muchos sentirán nostalgia por esa destemplada y obligante serenata. Otros volverán -¿volveremos?- a las visitas, recuperaremos nuestra agradable disciplina para esperar a la madrugada olorosa a bosque, a tierra humedecida, que vendrá como una nueva Bella – Durmiente deportiva y moderna. O tal vez, seguros de que ya nada nos impedirá trasnochar, nos iremos a dormir mansamente -extraños animales contradictorios- antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche.

 

 

 


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