Martes, 1 de junio de 1948
Columna Punto y Aparte
Gabriel García Márquez
El Universal
El hecho de que en un museo de Nueva York se esté exhibiendo un extenso y curioso pergamino de origen oriental, ha dado motivo para que la prensa comente la cuestión en el sentido de que fueron los chinos inventores del cine. Nadie que se haya asomado a la orilla serena de las antiguas historias orientales puede sorprenderse de lo que hiciera ese pueblo de China.
Gentes que inventaron la brújula y la pólvora mientras creían que el espíritu de los antepasados bajaba en la corriente de todos los ríos; que creyeron en Confucio y oyeron a Lao-Tsé mientras hablaban como cantaban y comían nidos de golondrinas, tenían suficiente capacidad para inventar el cinematógrafo y muchas cosas más.
Por desgracia, la afirmación de los periodistas no tiene fundamento. Naturalmente, sería maravilloso que nuestros hijos no vieran en la historia de los inventos la blanca cabeza sonreída de Tomas A. Edison, sino que tuvieran que familiarizarse con un nuevo personaje. Acaso con un anciano de barba líquida y nombre monosilábico, sentado frente a uno de esos paisajes infantiles, deliciosamente desproporcionados, que venían en la orilla de la loza japonesa.
Sin embargo, ya que se está tratando de darle a este antiguo pergamino la categoría de glorioso antepasado, podríamos adjudicarle una descendencia menos sobresaliente. Podríamos, por ejemplo, nombrarlo bisabuelo de las tiras cómicas. A Benitín, a Don Fulgencio o a Superman no les importaría –como sí le importaría a la cuenta corriente de los Hermanos Mayer- que les cambiáramos la ascendencia española por otra más noble y más gloriosa nacida en el lejano oriente.
La única diferencia consistiría en que Penny, en lugar de seguir soñando con Robert Taylor, esperaría la venida perfumada de Henry Pu Yi.
Aunque, repito, no debemos sorprendernos de que los chinos, hace ocho mil años, hubieran inventado el cinematógrafo con todo su aparatoso sistema de altavoces y tecnicolores. Ese fue un pueblo capaz de todo. Hasta dar un filósofo como Lin Yu Tang, que después de pasearse por todas las esferas de la cultura oriental -y como si eso no fuera ya suficiente- terminó inventando una máquina de escribir en chino.