En su segunda columna para El Universal, Gabriel García Márquez le hace un perfil literario al acordeón. ¡Disfrútenlo!
Sábado, 22 de mayo de 1948
Columna Punto y Aparte
Por: Gabriel García Márquez
El Universal
No sé que tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector este principio de greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar con propiedad el manoseado título de “Vida y pasión de un instrumento musical”. Yo, personalmente, le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste. Nada sé en concreto acerca de su origen, de su larga trayectoria bohemia, de su irrevocable vocación de vagabundo.
Probablemente haya quien intente remontarse por el árbol inútil de una complicada genealogía musical para encontrar en no sé qué ignorado sitio de la historia al primer hombre que se despertó una mañana con la necesidad inminente de inventar el acordeón.
A nosotros, señor lector, nada de esto nos interesa. Debemos conformarnos con creer que -como todos los vagabundos decentes -este instrumento se presentó a nuestros ojos sorprendidos sin partida de nacimiento y sin certificado de conducta. Tuvo -esto sí es indudable- una adolescencia disipada, oscura, rayada de amaneceres turbulentos.
Sus mejores años discurrieron en el rincón anónimo, subido de vapores, de una taberna alemana. Allí, mientras la cerveza se trepaba por la sangre de los hombres buscando la cima de la reyerta, él aprendió a decir su musiquita nostálgica, intrascendente, al oído de las mujeres derrumbadas.
Él hizo de lino crudo, de cáñamo indómito, el sueño de la hembra a quien le ardía el hijo en el corazón y tenía sin embargo, la dolorosa certidumbre de que nunca bajaría hasta su cintura.
Así con esa impecable lección de humanidad, siguió meciendo la fiebre de los suburbios, desdoblando su vientre en todos los puertos como cualquier marinero irremediable. El valse francés pasó por sus pulmones diciendo esa cargada tristeza, esa irreparable melancolía que tumbaba luceros en los ojos de las Mignon y las Margot.
El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y él, trasnochador, portuario empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos. El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido. Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena.
Se ha incorporado a los elementos del folklore nacional al lado de las gaitas, de los “millos” y de las tamboras costeñas. Al lado de los tiples de Boyacá, Tolima, Antioquia. Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía.
Aquí esta con su vieja vestimenta de marinero sin norte. Como sé que no le faltan enemigos, he querido escribir esta nota que tiene principio y tendrá final de greguería.
Oiga usted el acordeón, lector amigo, y verá con qué dolorida nostalgia se le arruga el sentimiento.