En esta columna, Gabriel García Márquez recuerda las enseñanzas de quien fuera su jefe de redacción, el maestro Héctor Rojas Herazo.
Sábado 29 de mayo de 1948
Columna Punto y Aparte
Gabriel García Márquez
El Universal
Un nuevo, inteligente y extraño personaje se ha incorporado a nuestra mesa de redacción. Se presentó cualquier día procedente de no sé qué desconocido país, situado al norte de la extravagancia.
Un hombrecillo intrascendente, desprevenido, que movía el más difícil y pintoresco mosaico de gesticulaciones. El animal de la timidez se le paseaba por la voz y se la tumbaba por los despeñaderos más intransitables de la gramática.
Un hombre positivamente desadaptado. Sin filiación política definida, hubiera sido fácil confundirlo con un anarquista de mal gusto. Sin credenciales diplomáticas, tenía la revenida dignidad de un ministro plenipotenciario pasado de moda.
Se inició en el tema de su predilección hablando livianamente, con palabras circuídas por una corriente de lirismo barato. Luego, cuando en su interior de desató la tempestad oratoria, cuando se le subió de grado la temperatura verbal, dijo de su peregrinación por el desordenado mundo del idioma, de sus campañas sanitarias por plazas y despoblados, y de los procedimientos de purificación brotados de su frondosa experiencia de caminante.
Su entonación, su atrincherada voz de caudillo municipal, de electorero incontrovertible, podían estremecer de envidia a muchas de nuestras estatuas.
El hombre, insignificante, tenía sin embargo, un gesto señorial. Por los ojillos inquietos le circulaba la sonrisa dolorosa de la ironía, mientras sus maneras dejaban en el aire un olor a lociones francesas y a brillantina nacional.
Era un curioso retazo de caballeros andantes y de Sanchos decadentes -pálido, débil, prerrafáelico- como para ponerlo a secar en una antología de versos centenaristas.
Ahora está aquí definitivamente, incorporado a nuestras labores diarias. Suspendido de un clavo en la oficina de redacción. Allí lo dejó el lápiz maestro de Héctor Rojas Herazo, acaso sin saber que aquella caricatura sin importancia, iba a desatar la más implacable campaña purificadora.
Hoy es nuestro cotidiano y benéfico dolor de cabeza. Desciende de su pedazo de papel y se nos asoma a la máquina por encima del hombro. Hemos empezado a escribir una nota y él, como todo un profesional de la sinceridad, nos grita al oído con una voz de regañadientes: “Usted, señor García, nunca aprenderá a escribir. ¡Tuérzale el cuello a ese cisne decadente! Déjese de tonterías y diga cosas que tengan sustancia. Hay que iniciar una campaña contra la frondosidad lírica, eliminar esa adjetivación de a dos por centavo. Una verdadera labor de sanidad literaria”.
Este es, en dos platos, el miembro más útil de nuestra redacción. Es el encargado de archivar todo lo que no sirve. Allí en el clavo mismo que sostiene su desgarbada humanidad, está colgada la obra impublicable de todos los Mingos Revulgos espontáneos.
Allí, amigos lectores, pueden encontrar mañana los originales de esta nota.