Foto: TAM

Un picó en el Teatro Adolfo Mejía


Seamos sinceros, hace mucho tiempo que en el Teatro Adolfo Mejía (TAM) no tiene una agenda cultural permanente. En los últimos años su principal uso es como salón de eventos albergando bodas y fiestas privadas, mientras, con el paso de los años, lenta y silenciosamente se va deteriorando sin que se invierta en su conservación y actualización.

En el 2017 Álvaro Restrepo denunciaba, a través de una columna publicada en El Tiempo, serios problemas estructurales que impedían el uso de los camerinos, -¿cómo es posible que un teatro no tenga habilitados los camerinos?-; el año pasado el editorialista de El Universal también advertía que el listado de “daños, deterioros y necesidades” era tan grande que no alcanzaba el espacio en el periódico para enumerarlos.

A pesar de esos dos llamados de atención, casi que ruegos, porque se volteara a mirar qué estaba –o no estaba- pasando en el TAM, nadie se indignó ni hubo polémica.

Muy diferente fue lo que sucedió hace unas semanas cuando el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC) anunció que el picó El Imperio haría una presentación en el TAM que se transmitirá virtualmente, la noticia puso al descubierto la fractura social que existe en la ciudad, dos bandos marcaron su postura aflorando la intolerancia y el resentimiento.

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Un evento que debería unirnos como ciudad en un momento de dificultades para todos dejó al descubierto sus peores facetas. La estigmatización de la música champeta y los picó desde algunos sectores de la ciudad ha sido reiterada, se pretende deslegitimizar su importancia como expresión cultural cartagenera, la evolución que ha tenido desde la década de los 80 cuando artistas empíricos empiezan a mezclar los ritmos de soukous y embaganga, que llegaban procedentes del Gran Caribe a través del puerto de Cartagena, con los sonidos autóctonos como la cumbia y el bullerengue, hasta convertirse en un movimiento juvenil -como lo describe Leonardo Bohórquez- que les permite a los jóvenes cartageneros “fortalecer, reconocer y valorizar su identidad negra”.

Por otro lado, señalaron a los ‘champetuos’–con algo de razón-  de no respetar el Teatro porque en un video promocional sale uno de los artistas sentado en una de las barandas de madera de los palcos. En un admirable mensaje emitido por El Imperio reconocen la falta y agregan que esto no hubiera ocurrido si los artista de la champeta (y todos los cartageneros) entendieran “que esa baranda es tan valiosa y suya como lo es la vista de la Ciénaga de La Virgen desde la Perimetral”… como nos decía en clases mi estimado maestro de Teoría de la Comunicación, Ricardo Chica, la pecueca ignorancia nos está consumiendo a todos.  

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Hace falta educar, abrir espacios en los que nos encontremos y nos reconozcamos con orgullo como cartageneros por tener una expresión cultural como la champeta que nos habla desde lo más profundo, desde las raíces de nuestra identidad triétnica y de ciudad puerto; así como también de nuestro pasado colonial y republicano que nos dejó edificaciones como el Teatro Adolfo Mejía.

Unir la brecha que existe en la ciudad no se conseguirá repitiendo como súper héroe de caricatura que hay que “combatir el clasismo y el elitismo” sino generando acciones que ayuden zurcir esa rasgadura. El concierto de El Imperio en el TAM es un primer paso al que le hizo falta el acompañamiento de una propuesta de educación sobre la champeta, el picó, sobre el TAM y la intersección entre estos para que no se diluyera el evento como un simple aprovechamiento comercial del espacio.

Eventos similares –guardadas las proporciones- se han realizado en sitios patrimoniales alrededor del mundo, por mencionar solo algunos: el concierto de David Gilmour en el Anfiteatro Romano en Pompeya (ya Pink Floyd en 1972 había grabado un concierto allí)…

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Paul McCartney en el Coliseo Romano…

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Y, por supuesto, Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes en el D.F., que generó una polémica similar como lo describe Carlos Monsiváis en la crónica titulada ‘Juan Gabriel y aquel apoteósico y polémico concierto en Bellas Artes’:

“Tramoyistas y utileros, archivistas y dirigentes sindicales, que se ríen y gozan: Juan Gabriel en bellas Artes es el Acontecimiento del Año (la visita papal no se puede regir por criterios competitivos), y la polémica se ha prodigado, los cantantes de la Opera se han opuesto, no desprecian a lo popular pero éste no es su sitio, y para el caso ni importa que los conciertos sean en beneficio de la Orquesta Sinfónica Nacional, es vergonzoso (murmuran) que para comprar instrumentos el Señor Gobierno depende de la buena voluntad de un cantante y a la ira de los defensores de la buena música se une la explosión de homofobia, ese escudo de fe machista, ese sello de intolerancia como aureola de integridad”.

El mismo Monsiváis nos comparte la respuesta de Juan Gabriel en medio de uno de los conciertos:

“Esta noche estoy feliz, y quisiera expresarles mi deseo: que todos los artistas populares tengan la oportunidad de venir aquí porque este lugar se construyó con dinero del pueblo. Y que se le dé un lugar aquí a los compositores populares, porque en su época también Bach, Beethoven y Mozart fueron populares y tuvieron sus dificultades. No es que compare. Me informan que en la entrada unos cantantes de ópera dicen que este es su lugar y no el mío. Yo prefería ver a Juan Gabriel en Bellas Artes y a los cantantes en la Scala de Milán”.   

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¡Grande Juan Gabriel!, fue el primero en “meter” un mariachi en el Palacio de Bellas Artes, un sacrilegio que se convirtió en un hito en la cultura popular latinoamericana.

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Una de las principales preocupaciones –completamente válida- de los que condenan el concierto es el efecto que las vibraciones producidas por los equipos puedan tener en las molduras y apliques ornamentales del Teatro, el IPCC en un comunicado aclaró que “un picó en la Plaza de Toros podría alcanzar los 110 decibeles; una boda en el teatro llega a los 90; El Imperio tiene el compromiso de mantenerse entre los 70 y 80 Db, que equivalen a un sistema de reproducción casero a todo su volumen, de este modo se garantiza que sus artistas hagan seguimiento de sus presentaciones y puedan dar el espectáculo al que están acostumbrados”.  

Pero no quería quedarme solo con la postura oficial y le consulté al restaurador Salim Osta –si alguien sabe en esta ciudad sobre los padecimientos del patrimonio mueble, es él- y me corroboró que “si no hay decibeles altos, no debe haber ningún tipo de afectación; pero si los hay, habría un alto grado de posibilidad de que existan afectaciones en el patrimonio mueble, entendiendo este como las decoraciones doradas ubicadas en los balcones, esculturas, pinturas (…) esto no se verá reflejado inmediatamente sino más adelante. Así como puede suceder cuando hay eventos que sobrepasen los decibeles”.   

Siendo el IPCC la entidad encargada de velar por el patrimonio distrital, con un equipo de profesionales y asesores competentes, hay que darles el beneficio de la credibilidad cuando dicen que “desde el momento en que surgió la idea de este concierto virtual se tuvo presente que, ante todo, se tendría el mayor cuidado hacia la estructura monumental sin perder el lustre del picó. (…) Es importante aclarar que no será necesario utilizar todos los bajos dado que el sonido del picó irá directamente a cabina y de allí a la señal que será transmitida por la internet”.

También le pregunté Ricardo Chica su opinión sobre la polémica suscitada respondiéndome: “Imagínate, si esto es así, con un picó que solo va a sonar con el sonido de referencia técnica para preservar la integridad del teatro ¿Qué va a pasar cuando apliquen toda justificación de bioseguridad para filtrar la entrada de la gente al Centro? El Imperio tiene que estar en el TAM, porque se trata de un espacio de lucha, porque Cartagena es nuestra, porque los ciudadanos somos primeros y los turistas vienen después. Es una lucha bien desigual, por supuesto. Por otro lado, está la iniciativa en el Congreso de la República, de reconocer el Festival de Música Clásica como patrimonio de no sé qué. Me parece que es una privatización encubierta de la cultura en la ciudad. Personalmente abogaría por el regreso del Festival Internacional de Música del Caribe, que se constituyó en el evento cultural más relevante del siglo XX en Cartagena, por encima de cualquier otro festival en la ciudad, porque tenía una profunda sustancia democrática. Era la fiesta de diversidad, de la pluralidad, de la identidad y la memoria Caribe. Pero, no. Nos toca resistir”.

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Lo que me hizo recordar unas líneas de la novela ‘Chambacú, corral de negros’ de Manuela Zapata Olivella, “Nuestra cultura ancestral también está ahogada. Se expresa en fórmulas mágicas. Supersticiones. Desde hace cuatrocientos años se nos ha prohibido decir “esto es mío”. Nos expresamos en un idioma ajeno. Nuestros sentimientos no encuentran todavía las palabras exactas para afirmarse. Cuando me oyes hablar de revolución me refiero a algo más que romper ataduras. Reclamo el derecho simple de ser lo que somos”.   

La ciudad y sus espacios patrimoniales son de todos los cartageneros para su uso y disfrute con responsabilidad, conscientes de su valor y comprometidos con su conservación, algo que solo se logra abriendo las puertas y educando.  


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