Todo el mundo quiere venir a Madrid. Los que no quieran, ahórrense el comentario porque son una minoría despreciable –en términos estadísticos. Mis compatriotas quieren venir a Madrid porque aquí el fútbol, dicen, es una cultura. Dicen que el Real Madrid es el mejor equipo de fútbol del mundo y que el Bernabéu es el templo de una religión que no es religión sino pura pasión y puro compartir. Otros pocos colombianos quieren venir a Madrid para hacer un máster en big data o en business analytics, o un MBA en una de las prestigiosas escuelas de negocios de esta villa; otros, como yo, para hacer un doctorado en una desprestigiada universidad pública –«desprestigiada, pero con historia», me dice un compañero. Como sabrán por los periódicos, últimamente la universidad pública española ha recibido más golpes que honores, pero no por eso vamos a dejar de quererla y de creerle, porque no es la institución sino los sueños y el esfuerzo de sus miembros lo que nos abraza y nos acoge, seamos extranjeros o locales. No vamos –esto es lo que quería decir– a abandonar el equipo cuando pierde un partido. Ni siquiera si pierde todos los partidos de la temporada. ¿No es así, amigos futboleros?
En cualquier caso, si bien la educación plantea dudas, todos aceptarán que una razón irrefutable para venir a Madrid es la comida, las cañas y el vino. Yo, como siempre, tengo que romperles el corazón y decirles que, a pesar de todo lo bueno que tiene Madrid –que lo tiene, sí– aquí la vida es dura, los sueldos pobres, la burocracia perversa y –así dice mi padre– los perros van sin zapatos, como en todo el mundo. Que no todo el vino es bueno, que no todas las tapas son fantásticas y que no todos los madrileños son madrileños. Y de todos modos, si bien Madrid tiene mucho que ofrecer, ¿tienes tú algo que ofrecerle a Madrid? Mi segundo nombre debería ser, siguiendo la tradición familiar de poner a los hijos nombres en otro idioma, «Heartbreaker». Posdata: en Madrid hay otros –varios– equipos de fútbol, pero no quiero aburrir a nadie con datos de Wikipedia.
Como en cualquier lugar del mundo que no sea tu propio pueblo –cuando digo pueblo digo aldea, ciudad o megalópolis– en Madrid te encontrarás con formas de exclusión que nunca antes has visto, porque las malas personas tienen en cada sitio su propio estilo, su propia manera de jugar sucio, y su propia forma de tocarte los cojones. En Madrid te tocan los cojones, en Buenos Aires te hinchan las pelotas y en Cartagena te hacen la rosca, te hacen el feo o se te hacen los maricas –con el perdón de los aludidos. Aclaro: encontrarás también formas desconocidas de bondad, de inclusión, de camaradería y de organización política. Pero, como en todas partes, la maldad y la perversidad del ser inhumano siempre sobresale y siempre se lleva la mejor parte de uno, aunque no falta nunca el que escribe mentiras sentimentales para hacer creer a los demás que su corazón está lleno de buenos sentimientos a pesar de que el mundo apesta. Tus sentimientos, amigo mío, camarada mía, están en en el mundo y también apestan. Las personas más sensibles, entre las que no me cuento, porque yo soy un trozo de roca atlántica, pierden la mayor parte de sus energías en la lucha diaria contra las maneras dominantes de pensar y de vivir, y eso no depende de si estás en la ciudad con el mejor equipo de fútbol del mundo o si estás en el pueblito sabanero con el peor equipo de fútbol bolaetrapo del mundo. No creas que por venir de una ciudad de 10 millones de habitantes en la cordillera de los Andes estás mejor preparado para venir a Europa –de todas maneras, ¿quién te dijo que esto era Europa? Esto es un dedo necrotizado de Europa. Se parece un poco a mi pueblo: plástico por todas partes, niños que se ahogan con bolsas de plástico, niños aplastados por árboles, árboles de plástico por doquier, gasolina, carros, animales explotados, animales encerrados, templos, vírgenes, huesos, cadáveres en las iglesias. Aquí no te va a hacer falta nada. Y por fin podrás pagar en euros por tu camiseta del mejor equipo del mundo.
Espero que no me estén tomando a broma. No estoy bromeando. Esto no es una broma, como lo de Magritte no es una pipa. Si se viene preparado para todo esto, es más probable que se llegue a conocer el mejor lado de Madrid, el que a mí y a todos nos gustaría creer que es el lado verdadero: esa faceta relativamente escondida, silenciosa y liviana, sin patria, sin tristeza. Ese Madrid perfecto, limpio y artístico encarnado en la Dehesa de la Villa, en el Museo Sorolla, en las Vistillas y en la biblioteca de filosofía de la Universidad Complutense. Así es mi Madrid y tiene mucho mérito que se mantenga en pie, teniendo en cuenta que recibe muy poca financiación. En mi Madrid falta tanto el dinero que los funcionarios del Canal de Isabel Segunda tienen que ir a los tristes trópicos (bello, Lévi-Strauss) con sus guayaberas sudorosas, con sus sombreritos panameños, con sus barbas de tres días y sus caras de yonojuí, a buscarse la habichuelas. Y todo para nada, porque en la biblioteca de filosofía necesitamos más libros, más computadores, más revistas, unas persianas nuevas, algún perchero más, y no nos lo quieren dar. Entonces, ¿para qué tanta guayabera, tanto sombrero panameño y tanto sudor? Es que no son los de mi Madrid quienes van a mi Cartagena. Son landronzuelos del extrarradio que, con tu permiso, lector, «no cagan donde comen» y no van a la biblioteca de filosofía ni al Museo Sorolla.
Todo es muy distinto cuando tienes dinero. En eso también se parece Europa a nuestra América –sí, la nuestra, no la de los «americanos»– y es que aquí, como allí, todo es posible si tienes cómo pagarlo. Las crónicas de la muerte de Europa, acaso, deberían estar seguidas de las crónicas de la muerte de América. No porque todo dependa de Europa, como si ésta fuese aún el centro del mundo o la piedra angular de la civilización; más bien, porque parece que todos venimos a morir aquí. No escribo sobre la muerte de Europa con una pluma ni con un teclado, sino con una pala. Escribir es cavar tumbas. Uno sólo sale de Europa muerto. Ya nunca más volverás a ser el mismo: habrás adquirido gustos exquisitos, habrás conocido delicadas músicas callejeras y de cámara, mendigos y gitanos que hablan varios idiomas y beben ginebra, belleza de todos los colores y de todos los continentes, ayudas sociales y, a veces, incluso, ¡sueldos justos! A eso no se sobrevive: tiene uno que morirse y volver a nacer. Para cuando vuelves al triste trópico, ya no sólo eres otro, sino que eres viejo.