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Despertar o morir


Tras las recientes elecciones legislativas, se puede decir que los colombianos hemos reafirmado nuestra voluntad de que todo siga como va, porque, al parecer, va muy bien. Evidentemente, va muy bien para aquellos cuya mayor satisfacción es poder circular por las carreteras sin el peligro de un secuestro, de un robo o de cualquier violencia inane. Ello, dicen, gracias a que en los últimos 20 años hemos invertido grandes cantidades de dinero en defensa: ahora podemos respirar tranquilos, visitar la finquita, enseñorearnos de ese país tan bello que tenemos. Pero la verdad, hermanos y amigos, es que la violencia se ha ido de las carreteras para habitar los pueblos y las ciudades y ha adquirido formas aún más atroces y más difíciles de combatir: nuestro mayor problema es la mafia extorsionista que invade cada metro cuadrado de nuestro territorio nacional.

La verdad es que los que tienen finquita y carro en Colombia siguen siendo pocos, poquísimos y, si ustedes mis lectores tienen esa suerte, por favor les ruego que no cometan el error de creer que son la mayoría. Porque ustedes han votado a conciencia, creyendo en sus propios sueños y resguardando sus propios intereses, haciendo uso de su derecho inalienable y sagrado, pero la verdad es que ustedes no son la mayoría ni la regla: las conciencias en Colombia se compran barato. La verdad es que seguimos viviendo hacinados y amedrentados en nuestros barrios sin pavimentar, en nuestras casas sin agua y sin luz, y en zulos inhumanos que son a veces peores que nuestras peores cárceles. Eso, amigos y hermanos, no se arregla con defensa.

Cada niño analfabeta será un adulto violento o parásito, o las dos cosas. Y en Colombia seguimos criando generaciones de analfabetas. Somos una enorme fábrica de matones, machistas y sinvergüenzas. El argumento de que «los buenos somos más» es cada vez más increíble, más insostenible. Espero lluvias de críticas o un silencio sepulcral por lo que estoy diciendo. Pero ya me han llamado «extranjero» en mi propio país por ser crítico y por no conformarme con los mafiosos y los sinvergüenzas. No me importa. Hay que despertar. Despertar o morir. Y no es que nos guste a los escritores hacer las veces de predicadores. No es que nos guste ser «maestros» del arte de vivir, ni pregoneros de la virtud. Es que nos toca jugar a ser evangelistas del siglo XVI para ver si algún día podemos soñar con un país decente para nuestros hijos. Para ver si algún día podemos tener hijos sin sentir la culpa y la necesidad de pedirles perdón por haberlos traído a un lugar inhóspito.

No nos escondamos más detrás del orgullo patrio y del «somos el país más feliz del mundo». Podemos superarnos, podemos ser más, ¡pues adelante, hermanos y amigos, seamos más! Crezcamos, maduremos, eduquémonos. Leamos a los clásicos, a los poetas, a los marginales, a los científicos, a los que han aportado cosas importantes a la humanidad. El pensamiento no acaba en Petro, en Gaviria o en Uribe, ni en el Ché, ni en Barack Obama. El amor no está bien pensado en las telenovelas. La guerra no está bien expresada en Twitter. La cultura es más que el plato típico y los vestidos tradicionales. Adquiramos cultura, toda la que podamos, de todos nuestros amigos y hermanos de todo el mundo. Así es como las conciencias adquieren valor y se vuelven demasiado caras para ser compradas.


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