La noción de ‘sistema’ se ha vuelto insostenible, como todas las nociones del totalitarismo epistemológico. La idea de que hay «un sistema» —total, global, único— contra el que los progresistas debemos dirigir nuestras fuerzas, no solo carece de sentido para las nuevas epistemologías plurales, sino que le falta por completo toda potencia emancipatoria. En las ciencias sociales, a partir de ahora, la palabra tiene que ser «sistemas», en plural, porque en singular sólo sirve para denominar objetos ideales. Los objetos ideales son figuraciones utilizadas por la metafísica y las ciencias exactas. Estas últimas, mediante los objetos ideales, producen la técnica y la tecnología. Pero hay otras que dan lugar a esquemas políticos de clasificación y exclusión para la administración biopolítica del poder, como ha sido el caso de la pseudocientífica noción de «raza».
La tradición en la que hemos sido educados los librepensadores, es decir, los disidentes de hoy, se alimenta de la oposición, es reactiva, es decir, impotente. Esto se debe a que el totalitarismo epistemológico al que esa tradición sigue sometida es en realidad binario, aunque se muestre como uno, como ciencia verdadera en oposición a la mentira y la falacia de los otros saberes. Esta dualidad se manifiesta, en el gobierno, como sistema bipartidista; en la jerarquía social, como sistema sexo-género y como sistema racial y, en el trabajo, como sistema amo-esclavo.
La disidencia que esa tradición permite consiste en elevar al poder a la parte oprimida. De acuerdo con ella, la fuerza de la disidencia dependía de la existencia del enemigo, puesto que de sus debilidades extraíamos nuestra fuerza, de su existencia deducíamos la nuestra.
Nos oponíamos al racismo reivindicando a los negros, pero los reivindicábamos como negros, no como seres sintientes, multidimensionales y dignos. Haciendo esto, aceptábamos el esquema que proponía el racismo y aceptábamos que, en efecto, había razas. Pero no hay razas. «Raza» es un concepto pseudocientífico. «Homosexual», «bisexual» y afines tienen su origen en errores científicos similares, cometidos por personas cuyo trabajo era diseñar y poner en marcha sistemas de clasificación y exclusión. Por nuestra parte, los disidentes defendíamos a los «homosexuales» haciéndolos ver como «ejemplares válidos» para el régimen tecnocientífico, en lugar de afirmarlos como seres dignos y libres.
Esto me trae a la memoria una escena de ‘Los hombres libres de Jones’ en la que Newton Knight defiende la igualdad ante sus camaradas. «¿Tú eres negro?» le pregunta retóricamente Knight a Moses, un ex-esclavo fugitivo, a lo que este responde: «no, yo soy un hombre libre». Para afirmar su dignidad, Moses y Knight resignifican el concepto ‘negro’ y lo revelan como técnica de exclusión a la que simplemente no piensan someterse.
Nosotros, sin embargo, cambiábamos los nombres como respuesta a la violencia de las palabras. Desconocíamos la resignificación, la transvaloración y la reinterpretación como fuerzas activas movilizadas desde nuestro ser íntimo. Aceptábamos la violencia que decíamos combatir, porque no éramos capaces aún de cambiar su sentido y su dirección. Teníamos que aceptarla y resignarnos a minimizar los daños: tan solo nos protegíamos de ella. Pero ahora que no la aceptamos y vemos que en nosotros hay poder creativo, que podemos reinterpretarnos y resignificarnos, que podemos incluso cambiar nuestra manera de sentir y de ser percibidos — ahora podemos también liberarnos de tantas etiquetas malignas y dejar de clasificarnos como si fuésemos meros objetos. Es hora de desclasificar lo que el poder clasifica y de liberar lo que el poder ata.
Como afirma Wade Davies, «la obligación del ser humano no es mejorar la naturaleza, sino conservar el mundo». A nosotros, esa obligación nos hace conservadores de un modo totalmente nuevo: no se trata de conservar las efigies del poder, sino de abrazar la potencia transformadora del cosmos. Asistimos, en esta era convulsa, al descubrimiento de la infinita, inclasificable e ingobernable diversidad de lo que somos.