Este relato de ficción lo publicó el "Dominical del Universal" a inicios de los noventa.

“El tren ha partido...”


CUENTO

Con el alma cargada de sufrimientos e intentando no mirar atrás, te marchaste en el último tren que salió con la caída de la noche. Hace horas que abandonó la estación lanzando al viento de este frío anochecer de inicios de marzo: sus silbantes y chillones pitazos, y el llanto ruidoso y metálico de su trote cansado por la carrilera. A lo lejos marcó el adiós para siempre, al repiquetear sus viejas y rotas campanas para terminar de alterar el silencio de muerte que agobiaba la atmósfera.

 

Hace unos minutos me llegó una corriente helada que empezó a descender ululando cuesta abajo desde los cerros escarpados que están en el oriente de la ciudad, y se ha venido extendiendo sin frenos llegando a congelar el ambiente de la en otras circunstancias, febril estación del tren. A la vez, una neblina densa y gris se ha asentado por todos lados con el paso de las horas, mientras continúa cayendo, para completar dos días con sus noches, una pertinaz e insoportable llovizna. Incansable lloviznar que se inició de repente justo en el momento trágico del último viernes. Gotas menudas que persisten implacables, inundando sin misericordia hasta el más oculto de los agujeros de la ciudad, empapando con su presencia el aroma fresco y perfumado del aire, encharcando el alma y la sensibilidad de los habitantes que, en virtud de los acontecimientos recientes, a estas horas están refugiados en sus casas, sometidos bajo el peso del toque de queda y con los sentidos despiertos y a la espera, tal vez de lo peor.

 

En los grandes ventanales mojados del edificio de la estación se refleja el viento, la soledad y la lluvia misma. A través de los cristales no se puede ver el interior de las oficinas oscuras y solitarias. Los pasillos y andenes, que en otros días a estas horas de la noche están atestados de bulliciosos viajeros ansiosos de partir o de regresar, de despachadores y operarios impasibles o aburridos, y de ingeniosos vendedores de cuanta baratija es posible imaginar, están solitarios, oscuros, tristes y enmudecidos por la violencia desatada, y sobre todo por las medidas pacificadoras tomadas en las horas que siguieron al crimen del viernes. Escasos soldados de cara dura y de ojos atentos, permanecen engarrotados, guareciéndose de la lluvia en los rincones de la estación.

 

A la distância, entre la bruma opaca y gris, veo desdibujados los edificios altos de la ciudad, y ella extendiéndose como un tapete por las laderas de los cerros. También me llega el tenue titilar de las luces de los bulevares y de las amplias avenidas, percibo el olor a ciudad agazapada por el temor y la angustia, y escucho, incluso, los resoplidos finales de la ira que se desató por todos los lados después de la hora desventurada y maldita del último viernes. Y envolviéndolo todo, el eco de las voces de mando, y el retumbo de la marcha presurosa de los militares, y el resonar del avance decidido de los vehículos blindados que acordonándola se apoderaron de la ciudad para impedir que la tormenta voraz de los desórdenes, la impotencia, y la desesperación ante la muerte del gran hombre, la arrasase por siempre.

 

Te embarcaste en el vagón verde y oscilante de ese tren, que avanza devorando irremediablemente la noche, sin otra alternativa que proseguir sin descanso su camino, esperanzado en llegar algún día al final del mundo, y dejarte en una estación radiante y llena de luces, florecientes en algarabía, donde no haya cenizas ni mucho menos brasas del pasado y donde yo, estando ausente, sea el más hermoso de tus recuerdos.

 

Te fuiste intentando no mirar atrás. Dejando escapar las últimas lágrimas de sangre que te quedaban, dejando que el pensamiento volase a su albedrío gracias a sus alas inmensas y emplumadas, buscando un nuevo nido de paz, porque el anterior, el nido tierno, cálido, con olor a albaricoques y elaborado con el trajinar de los años, lo habían empezado a desbaratar las amenazas, y para desgracia de todos, el viernes quedaba vuelto añicos bajo las heridas de muerte causadas por las balas asesinas.

 

Abandonada en uno de los asientos, con tu abundante cabello revuelto por la brisa que se cuela por las rendijas, con la mirada perdida en el vacío y en la oscuridad de la noche, sientes al tren avanzar trotando y respirando agitado. Aún desfilan ante tus ojos enrojecidos, las escenas de dolor inmenso del instante funesto en que los tres asesinos, sin inmutarse siquiera, dispararon sus armas de fuego. Tras la muerte instantánea, tus gritos de viuda incipiente. Vas en el tren pensando y abrazada por la sensación de una desolación inmensa, recuerdas un rinconcito de una playa apartada bañadas por un mar sin aguas, te sientes atraída por la gravedad de un foso sin fondo mientras tu firmamento es turbio, sin nubes ni sol ni luna ni estrellas. Viajas con el corazón vuelto trizas, con el alma vacía, con las aspiraciones y los sentimientos y los deseos nobles que te hacían una mujer diferente y única, escapándose a borbotones por todos los pliegues de la piel, mientras en tus oídos aún retumban los ruidos de la ciudad protestando el asesinato del líder que habría de trazar el camino seguro del mañana, el mismo que estuvo a tu lado tendido, acabado, desangrado, muerto y siendo apenas las dos de la tarde del último viernes.

 

Y el niño, con solo seis años, también está sentado en el interior del tren, agarrado con desesperación a la falda de tu vestido negro.  Así ha estado, asido a la falda, desde que lo llevaste para que viese por última vez el rostro del padre asesinado. Es un jovencito que viaja con el asombro pintado en sus ojos despepitados, con las lágrimas brotando en la misma cantidad de hace dos días, con el rostro pálido y desencajado de angustia, con el corazón y el alma de niño buscando con esfuerzo entre las sombras de la noche una explicación a las correndillas, los afanes y el desorden de locos desatado en las calles. Le veo vencido por el cansancio y por siempre tendrá que recordar que iniciaron el viaje desde una estación solitaria y húmeda, y que, en medio de los pitazos espaciados del tren, intentó recordar la voz del padre que se quedó en un sarcófago y enterrado en una ciudad conmocionada.

 

Ustedes dos seguirán viajando y poco a poco en sus recuerdos, se disolverán las siluetas de los sepultureros que enterraron nuestros deseos de que las cosas no fueran tan, pero tan, fugaces. Ese viernes se me acabó de un golpe lo bello que era tenerte, que había comenzado en el ocaso de un noviembre como producto de las emociones vividas en medio de la fantasía de una princesa raptada. Y cuando más de mil hojas del calendario hayan caído, cuando el tren esté lejos y sin detenerse haya cruzado muchos poblados encontrados a su paso, el niño agarrado a la falda y tú, seguirán intentando no mirar atrás, aún con rabia contra los mierdas que vinieron a darme muerte y me convirtieron en recuerdos y en esculturas. Y ahora mientras ustedes dos se van y se van, y los militares siguen posesionados de la ciudad controlándola, mi espíritu está aquí flotando en la estación desolada de la cual partiste y mi cuerpo está pudriéndose en el panteón de los próceres de la patria, en el cementerio principal.

 

El anterior relato es de ficción. Escrito en la década de los ochenta y publicado a inicios de los noventa. No está inspirado en ningún evento ni en personas de la realidad.