LA QUINTA CORNADA


Hace 40  años, para  el 20 de enero de 1980, cuando iniciaba  mi año de internado, era el médico de la ambulancia del Hospital Regional de Sincelejo. Ese día se cayó la Corraleja, ese día se sucedió la tragedia  más grande  de su  historia. Inspirados en las vivencias de esos terribles días y noches, hace muchos años escribí  el libro de cuentos      "En el Remolino de la Fiesta y la Catástrofe". Este cuento, "la quinta cornada", con personajes de ficción pero producto de la realidad, hace parte de ese libro.  

LA QUINTA CORNADA

Las aspas de un viejo abanico de techo giran rápidamente produciendo una columna de aire cálido y desagradable, que se difunde por la amplia habitación. Las lisas paredes pintadas de color aguamarina están totalmente desnudas, excepto una, donde cuelga una pequeña cruz de madera con un Cristo de metal. Una de las paredes es cortada por el marco de madera de la puerta que da al pasillo, y otra por un amplio ventanal de vidrio por el cual puede verse el exterior. Unas palmeras grandes recuestan algunas ramas a la ventana. Permanecen quietas, soportando quizás, el calor sofocante que reina por todos lados. Desde la ventana se divisa el hirviente parqueadero del Hospital, en el cual dos viejas ambulancias, corroídas por el óxido, parecen más viejas y desgastadas bajo estos candentes rayos solares. Algo más allá, la calle La Pajuela se ve desértica. Más allá aún, se observan los techos de las casas que se apretujan formando los barrios del centro de Sincelejo.

Las seis camas de hierro que se encuentran en la habitación están pintadas de verde olivo, y cubiertos sus colchones con sábanas blancas bien planchadas. Las camas están colocadas tres a un lado y tres al otro, frente a frente, quedando un amplio pasillo entre las dos filas, y entre cama y cama otro espacio considerable. Las seis camas están ocupadas por sendas personas todas del sexo masculino. No se mueven, deben permanecer sumergidas en el calor insoportable de esta tarde, tarde del Veinte de Enero.

Una muchacha de cabello corto, ondulado, de color rojizo y cuidadosamente peinado; de ojos grandes, redondos y marrones, en los que se ve una mirada tierna e infantil; de nariz amplia, aplastada y con grandes orificios; de labios gruesos; de dientes pequeños, separados y amarillentos; y con un número incontable de pecas en el rostro, entra en la pieza. En sus manos delgadas lleva una bandeja metálica en la cual se encuentran distribuidas espaciosamente seis láminas de cartón, y sobre estas unos recipientes pequeños, plásticos, que contienen pastillas de colores y formas variadas. Con caminar lento, arrastrando casi los pies, va de cama en cama despertando a cada uno de los ocupantes, comparando el número de la cama con el que figura en la esquina superior y derecha de la tarjeta, y entregándole a cada paciente su medicamento.

Santander Arroyo se siente estremecido levemente por el hombro derecho. Abre los ojos y su mirada descansa en las pecas del rostro de la joven enfermera. Ella le musita algo y le alarga una mano entregándole una cápsula de color rojo y amarillo, mientras con la otra le otorga un vasito con agua. Santander se incorpora, recibe la droga, se la lleva a los labios, bebe el líquido y experimenta la sensación de siempre; la cápsula meciéndose en su boca, danzando entre la lengua, el paladar y los dientes, aproximándose a la garganta para luego desaparecer. Le devuelve el vaso a la enfermera, se recuesta de nuevo y observa el vestido blanco, bien planchado, de ribetes grises en las mangas y en el bolsillo, que se ajusta muy bien al cuerpo delgado de la joven. Unos zapatos negros con adornos dorados le cubren los pies, y marcan con sonido seco su caminar. Ha terminado de dar la droga al último de los enfermos de la sala y se dirige a la salida. Santander fija la vista en el umbral de la puerta por donde sale la muchacha, la ve doblar a la izquierda y perderse en el pasillo. Ya debió llegar al mesón de madera que él vio ayer cuando lo hospitalizaron. Santander escucha algunas voces de mujeres, deben ser enfermeras, y se esfuerza por entender algunas palabras, pero no puede. En algún sitio un radio está encendido y el locutor habla de las fiestas del Dulce Nombre de Jesús. Colaborando con el bullicio, un teléfono timbra desde hace rato.

“Deben ser como las cuatro de la tarde. Se debe estar cumpliendo la segunda tarde de toros de estas fiestas en Corraleja”, piensa Santander. Se revuelve fastidiado en la cama y contempla con detenimiento la camisa azul celeste y el pantalón de igual color, con que lo vistieron ayer al hospitalizarlo. Con cuidado desliza la bota del pantalón y observa la gasa y el esparadrapo que le cubre gran parte de la pierna derecha. Gira la pierna y siente al segundo un corrientazo que le avanza por ella y le sube punzante hasta la columna. Entrecierra los ojos, se estira soportando el dolor, se imagina la enorme y majestuosa plaza de Hermógenes Cumplido atestada de gente, y se deja envolver en las alas inmensas de su pensamiento.

“Ayer, en compañía de tres amigos del barrio Bogotá me tomé seis piponas de aguardiente Antioqueño. Mantié toda la tarde, vacilé prendiéndome del rabo de varios toros, grité desaforado cuando se lucían otros manteros, bailé al ritmo de los porros, y en dos ocasiones me tocó huir de los animales. Me divertí como yo lo sé hacer, arriesgando la vida en la arena, sintiéndome macho cuando el ron me corre por la garganta, soportando los arrastrones y los pisotones de los animales, enorgulleciéndome de pegarle cuatro o cinco buenos capotazos a los toros más bravos de la tarde, y señalando mis conocimientos de mantero, conocimientos que he aprendido en las Corralejas de todo Córdoba y Sucre. La tarde de Corralejas se terminaba, cuando soltaron un toro negro, grande, musculoso, hermoso, con un lunar blanco en la frente, con dos cachos bien altos y clarita en sus lomos la marca del ganadero. Era el toro que todos esperábamos. Traía fama de bravo y lo llamaban: El Polvorete. Al poquito rato de suelto el animal, ya eran tres los heridos y varios los aporreados. De puro arranque, y sin importarme un carajo las vainas, le quité la pipona a uno de los amigos, la agarré por el pescuezo, me la empiné y me bebí un trago largo. El ron me causó ardor en el galillo cuando pasó, y sentí luego una quemazón en la boca del estómago. La botella quedó vacía y la tiré al suelo. Saqué pecho, realicé unos gestos de bacanería, con caminado sabrosón me fui a un lado de la plaza, me armé con un trapo rojo y me fui a buscar al Polvorete, para cantarle: Racata pun chin chin, el gallo sube. Lo encontré escarbando tierra en un rincón. Entonces agarré la muleta con la izquierda, como a mí me gusta, y se la coloqué frente a los ojos. El toro se arrancó y le realicé un buen pase, luego otro y otro y otro, y fueron como doce muletazos seguidos. Casi todos los que estaban en los palcos aplaudían y gritaban. Ante esto, el toro como que se emputó y como que se olvidó de los otros manteros y se enceló conmigo, con Santander Arroyo, y yo le decía qué si tú eres bravo yo también, y yo que le muestro el capote y el toro furioso que lo sigue, y total; otro pase lindo, pase de pura calidad. Y la gente en los palcos gozando por cuenta mía, no joda, yo si soy un man berraco, y seguían aplaudiendo y gritando. Ese Santander es un macho del carajo, debían decir. Una banda en los palcos de sol inició los acordes de "El Toro Negro", y por acá otra tocaba "La Vaca Vieja", haciendo que las trompetas gimieran en un pá-pá-párapá, pá-pá-párapá, pá-pá-párapá,  pá-pá-párapá, lo cual hizo que mi corazón empezase a cantar: " Camina vaca vieja que me voy, ay camina que camina que allá alante hay agua pa' beber, ay camina vaca vieja que yo tengo Whisky para ti, ay camina vaca vieja que yo tengo un baile pa' bailar, ay camina vaca vieja que ya vas llegando a tu corral. Upa Jeee ". Y en ese momento, cuando la música llenaba la Corraleja, cuando sonaban los porros colombianos, ambos nos quedamos quietos. El toro me miraba fijo el cuerpo y yo le veía en los ojos el brillo que tienen en los ojos los toros bravos, los toros que solo torean los manteros bravos, y entonces empezó a escarbar con las patas de atrás. Me pasé la muleta para la mano derecha y se la acerqué a la boca, quitándole la baba que le salía, el Polvorete se arrancó con fuerza y furia y me lucí con otro capotazo bonito, un capotazo del putas. No joda Santander, buena, me gritó alguien allí cerca, me alegré tanto en ese momentico y, así son las vainas, se me dio por mirar el palco donde estaba el ganadero con sus amigos, para gritarle alguna pendejada. El Polvorete se arrancó violento, la gente gritó, algunos alcanzaron a advertirme el peligro, las bandas siguieron tocando, y el cacho se me enterró en la pierna derecha y salí volando por los aires. Tirado en la arena, boca arriba, vi al vergajo correr por el redondel como si gozara con el triunfo, contento el hijueputa por haberme jodido. Se callaron las personas que llenaban los palcos, alcancé a ver al ganadero sonriente y satisfecho tomarse un trago de ron y con un movimiento de su mano, ordenar a una banda que tocara música. Mientras tanto, la otra banda, la de los palcos de sol, con más fuerza seguía tocando el toro negro”.

“Con la cara llena de tierra, el cuerpo sudado, derrotado, la pierna doliéndome y sangrando bastante, me levantaron del suelo, me llevaron a una ambulancia blanca y me metieron dentro. Allí me esperaban dos jovencitas. Vestían camisa y jean azul turquí. Un trapo blanco con una cruz roja llevaba amarrado en el brazo derecho, y tenían en la cabeza un casco plástico de color azul. Con unas gasas, algodón y merthiolate intentaban curar la herida y parar la sangre. Desde la camilla divisé al chofer de la ambulancia. Flaco, de cara pálida, con pelo negro y alisado, y con un gran número de huecos y chibolos en la piel de los cachetes. Lo conocía, en el barrio le decimos: el cara de piña, buena gente el tipo. Desde su puesto de chofer me miró a través del espejo retrovisor y me dijo: Viejo santa, te cortó el Polvorete. No le respondí, le hice una mofa con la boca y apreté los dientes para aguantarme el dolor. Sé que se acomodó al timón, prendió el motor del vehículo, conectó la sirena y despacito fue abriéndose paso entre la pila de curiosos que se acercaban a la ambulancia y que me veían por los vidrios, colgándose como plátanos popochos. Cuando logró safarse, aceleró y se dirigió rápido al Hospital Regional, mientras me decía que aguantara viejo man que usted es de los mejores, ya verá que se recupera y mañana estará de nuevo en la Corraleja, es que mañana es el día clave, el día del Santo Patrono".

“Al llegar al Hospital se bajaron las jovencitas de la Cruz Roja. Dos camilleros con suéteres de propaganda de una funeraria, me sacaron de la ambulancia y me llevaron por un pasillo hasta la sala de emergencia. Allí un médico gordito, bajito, de bigoticos como los de cantinflas, con lentes de vidrio fondo de botella y de color verde, y vestido con ropa blanca, ordenó que me acostaran en otra camilla. Con unas tijeras cortó la bota del pantalón y me miró la herida. Miren niñas, prepárense un equipo, fue lo que dijo a un grupo de enfermeras. Dos de ellas se apuraron en cumplir la orden. La morena se acercó a una mesita metálica llena de frascos con líquidos de diferentes colores. Agarró dos, los trajo y alternativamente los echaba sobre la herida de mi pierna mientras el médico la frotaba con unas gasas. Por el dolor me dieron ganas de hijueputiarlo, pero me aguanté. La otra enfermera trajo unas agujas, un paquete de hilos, unas jeringuillas y varias tijeras. Colocó además unos pedazos de tela, unas gasas y unos guantes de caucho que estaban metidos en una bolsita. El médico se puso los guantes y con la aguja y el hilo, de una, se puso a coser el daño que el Polvorete me había hecho, por yo haber tenido el coraje de meterme en sus terrenos, pegarle unos capotazos lindos, burlarlo, zarandearlo, y estar a punto de hacer sentir como una plasta al ganadero. Después que me cosieron me pasaron a otra camilla y me trajeron aquí al segundo piso, donde me dejaron hospitalizado. En el ascensor la enfermera me contó que la herida era muy honda y muy larga, y por eso me tenía que quedar”.

Santander Arroyo se revuelve inquieto en la cama y siente de nuevo el calor. Está tranquilo, acostumbrado a no gozar completamente unas fiestas en Corraleja. Hace siete años fue el primer herido de la tarde, en el segundo día de toros, en las Corraleja de Planeta Rica, cuando un toro blanco conocido como Coca-Colo, casi lo deja sin testículos. Y dos años después tuvieron que operarlo apresuradamente cuando el cuerno del toro le rasgó el bazo y lo llevó cerca de la muerte, aquí en Sincelejo el último día de toros. Y tres años más tarde en Sampués estuvo a punto de perder el brazo derecho por una cornada. Y el año pasado se emborrachó tanto que no supo a qué horas un toro le clavó el cacho en el abdomen y le expuso las vísceras. Y ayer, el Polvorete casi le abre en dos la pierna derecha.

Ahora, se ha nublado la tarde. Se ocultó el sol tras unas nubes densas y grises, se ha ido el calor asfixiante y se viene una lluvia menudita acompañada de una brisa fresca y reconfortante que sopla desde lejos, desde el Golfo de Morrosquillo. La enfermera de pecas en el rostro, la de cabello corto y rojizo entra en la pieza. Cierra los vidrios de la ventana y dice mientras lo hace:

  • Se ahogaron las fiestas en Corraleja y pensar que es pleno Veinte de Enero.

Ha estado lloviendo a cántaros desde hace rato. Ahora empieza a escampar y se escuchan impacientes llenando el ambiente, sirenas y pitos de carros allá afuera, por los lados de urgencia. Se perciben gritos y vociferaciones, sonidos de golpes, golpes violentos en algún objeto metálico, estropicio producido por vidrios al quebrarse, más pitos y más vociferaciones y más gritos; debe haber una gran aglomeración allá afuera, frente a la urgencia. Los seis hombres se miran entre sí, intrigados. Permanecen sentados en sus camas, rígidos como estatuas. Persiste el tropel, la golpeadera y a veces se desatacan improperios y palabrotas. Por el pasillo pasa caminando le enfermera de las pecas, y tras ella corren otras enfermeras. El hombre de color moreno, el que ocupa la cama asignada como número seis, es el más cercano a la puerta y con un ¡ Hey ! Detiene a un señor que pasa por el pasillo, y le pregunta qué sucede. El tipo asoma la cabeza a la pieza, los mira a todos y les cuenta con voz entrecortada:

  • ¡ Mierda !  . Se cayó la Corraleja.

Los seis retiran sus miradas de la cara del tipo, se miran entre sí, palidecen y no pronuncian palabra. Santander se acuesta y mientras dice gritando furioso para sus adentros: “La gente si inventa vainas, un Corraleja no puede caerse ni pa’ el putas”, se cubre con las sábanas de pies a cabeza. 


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