Caminaba un domingo por el Centro Histórico buscando manifestaciones culturales e imágenes que me permitieran contar una historia. Pretendía encontrar la belleza de la cotidianidad y en el fondo, explorar las prácticas de mercadeo empírico que desarrollan los vendedores informales para promocionar sus productos.
Y allí estaba él. Sentado en la Plaza de San Diego, al lado de sus obras, como esperando una persona que más allá de comprarle algo de lo que ofrecía, pudiera entablar una profunda conversación con él y explorar en su maraña de conocimientos, historias de tesón y emancipación de la cultura afrodescendiente.
Ese era Jonathan Rojas. Un colombiano-ecuatoriano que tiene 21 años de edad, pero el mundo y experiencia de una persona mucho mayor. No pasa inadvertido. Habla con propiedad y tiene la mirada serena y profunda de las personas sabias. De esas que tienen bien claro para qué vinieron al mundo.
Me acerqué con admiración a sus obras y me enfoqué en los títeres, juguetes que no son comunes en estos tiempos en los que los niños se inclinan más por aparatos tecnológicos donde puedan abstraerse de la realidad, y padres que lo aprueban para evitar “berrinches” y mantenerlos distraídos.
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Me dijo que ama elaborar artesanías, y que con los títeres, su intención es recuperar las prácticas de antaño y promover el tiempo de calidad entre padres e hijos. Su forma de promocionarlos es muy sencilla, en momentos se pone a jugar con ellos, cosa que a los niños les llama la atención e indiscutiblemente se le acercan para ser parte del juego. A los padres también los captura puesto que son totalmente artesanales y les recuerdan a sus épocas infantiles.
Así mismo, cuenta a sus clientes la historia de sus muñecos, cómo fueron diseñados, con qué materiales, bajo qué ideales, lo que termina envolviéndolos y a él apasionándolo aún más hacia todas las obras que pueden salir de sus manos. En pocas palabras, su pasión por el servicio es lo que para él determina la venta.
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Pero a Jonathan hay algo que lo apasiona más… pude comprobarlo cuando desvió nuestra conversación hacia ello, mientras sacaba de su mochila una pila de hojas. Este joven es investigador y escritor, y entre sus manos tenía su última novela titulada “Cartagena de Indias contada desde la pluma de una mariamulata”.
¿Una novela? Waooo, exclamé. Leí las primeras líneas y en realidad me sorprendió. Muy bien escrita. Invitaba a leer más y más… me disponía a hacerlo cuando me dijo “Este no es mi primer escrito, tengo varios años de estar investigando. En Ecuador pertenecí a un colectivo de pensamiento cultural andino, teníamos una revista y todo el tiempo estábamos haciendo investigaciones culturales para escribir obras e impactar en las comunidades”.
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Su historia se desarrolla entre Cartagena, La Boquilla, Puerto Rey y Palenque, lugares desde donde ha investigado sobre los procesos de los afrodescendientes, capturando su esencia, su pasado y presente, y su lucha por sus tierras ante el desplazamiento forzado por la hotelería.
Los títeres y las pinturas de Palenque y Cartagena, son entonces su medio de subsistencia para hacer lo
que realmente le gusta, escribir. Y escribir de todo: poemas, novelas, investigaciones académicas, guiones, cuentos.
Su sueño, como el de todo escritor independiente: poder publicar su obra y ser leído por miles de personas, amantes de la historia contada desde la perspectiva de un artesano soñador, amante de las letras y caminante del mundo.
SI LA MONTAÑA NO VA A MAHOMA...
“¿Por qué esperar que tus clientes vayan a ti, si tú puedes ser el que vaya a ellos?”, me decía Reyner Reyes, justo en pleno Parque Fernández Madrid. Tenía una particular pinta con un estilo “pseudo – vintage”: pantaloneta, camisa, chaleco, corbatín y sombrero. Lo cual lo hacía de por sí destacarse entre todos los demás vendedores.
Además, este venezolano de 23 años empujaba un innovador carrito-bicicleta con un enfriador que operaba a través de una planta de energía y que contenía cientos de paletas hechas con las más deliciosas y llamativas combinaciones y cuyos nombres capturaban la atención de propios y turistas.
“Perfecta”, “Celestial”, “Vietnamita”, “Veranera” y “Esbelta” son solo algunas de las más de 30 variedades de paletas de agua, crema y yogurt que ofrece en su innovador “carro paletero”.
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Incluso ofrecía paletas para perros. Quedé azul. “¿Paletas para perro?” -pregunté. Me respondió “sí, están hechas con base en caldo de pollo o de carne, son bajas en azúcar, el grasas, perfectas para el sistema digestivo de los perros. Son ricas, incluso un amigo se comió una vez una” –dijo mientras reía.
“Benévolo” es el nombre de esta marca que pretende incursionar en Cartagena, y que ya viene operando en otras zonas del país como Neiva y Bogotá, cautivando a sus comensales con combinaciones de frutas y hechas 100% artesanalmente.
Reyner es venezolano y amigo de los dueños del negocio, quienes le propusieron venir a Colombia para apoyarlos con su nuevo proyecto en Cartagena, en el cual ha encajado perfectamente.
Dice que le gusta caminar las calles de Cartagena ofreciendo los productos, siempre con mucha amabilidad, una sonrisa profunda y algo de coquetería.
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“Muchas personas se acercan a preguntarme por las paletas, quizás solo por conocer, sin embargo yo hago que no se vayan sin probar una. Siempre trato de meterles conversación, de ayudar a los turistas a ubicarse en el Centro, lo que sea con tal de brindarles una atención especial para que se vayan felices”, explica Reyner. Una vez más el servicio presente.
EL DIVERTIDO
El sol me encandilaba directamente a los ojos. Eran las 11 de la mañana de un día cualquiera, sin embargo algo en la carreta de Javier Meza me llamó la atención: tenía los platanitos más amarillos que alguna vez había visto. Pero eso no era todo. Estaban absolutamente llenos de cientos de punticos que me recordaron a mi extraña piel pecosa…
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Le pregunté: “¿amigo, me dejarías tomarle una foto a tus platanitos?”. Respondió “hasta dos… es más, ponme a mi si quieres”.
Esa es la actitud -pensé.
Siempre he tenido una fascinación absurda por las carretas de frutas y verduras. Esa cantidad de colores, de formas, de nombres particulares, el “swing” de los vendedores, sus arengas, todo, son para mí una razón suficientemente de peso para seguir escogiendo el Caribe como mi morada.
Mientras tomaba la foto me percaté que la carreta se llamaba “el divertido”. Me dio risa. Le pregunté en su mismo lenguaje “ajá, y ese nombré qué”. Me dijo “ah, es que así se llama el ‘picó’ más famoso de mi pueblo, por eso le puse así a la carreta”, me dijo en tono muy serio.
Le dije “¿ajá y tú te consideras divertido?”. Me dijo “pues… mama, normal…”. Quedé entonces como dicen por allí “haciendo cruces”.
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Cuando le pregunté que cómo hacía para vender, me dijo “pues mama, yo paro por aquí por Getsemaní y el Centro. Todo mundo me conoce y me compra. Yo no tengo que hacer ‘ná’”.
Le dije entonces “ajá, pero cuando llega gente nueva como yo, ¿cómo haces pa venderle”. Entonces sonrió y me respondió: “pues así, como estamos haciendo. Hablando de todo un poco. Te dejé tomarme fotos. No es la primera vez”.
“Entonces, ¿vendes porque eres amable?”. “Exacto” –dijo.
Concluyo entonces que una vez más el servicio es un factor clave en las decisiones de compra de un producto o servicio y que de ello ni los vendedores informales se escapan. A pesar de que éstos no cuentan con la formación ni la experiencia necesaria en el tema, acuden a procesos de comunicación y mercadeo intuitivo para llevarlo a cabo.
“Qué bonito sería poder ayudarlos a mejorar sus prácticas” –pienso, digiero, proyecto...