Citadino de alma montuna


Si alguna vez a las leyes del destino se les da por quebrar su minuciosa y celosa operación, y confabulan para que usted lector, no lea estas letras sino que me llegue a conocer por alguna otra extraña razón, se dará cuenta que mi apariencia es quizás algo distinta al vacilante imaginario colectivo que me atropella, o de pronto sea la razón viviente del gran refrán: “las apariencias engañan”. Sin embargo, y en contra a lo que dicen los párrafos anteriores, yo no los voy a engañar, de hecho, no sé hacerlo, no sé engañar; no tengo ese deplorable talento, entiéndase esto como ese arte de hacer creer un cosa y realizar otra, ese arte del engaño que otros han realizado muy bien, pero que al final de cuentas, les queda muy mal, y que entre otras cosas, no sé qué tiene de arte.

Dejemos a un lado toda esa introducción que no es otra cosa que tratar de llamar su atención y que no diga internamente “otra vez un nuevo amargado” o la más común “este desocupado”. Me presento, mi nombre es Alexander Elí Urzola Cuadrado, relativamente nuevo por estos lados, pero no un ajeno de las letras. En otra oportunidad les contaré la anécdota de mi primer nombre, el porqué de esa combinación de palabras casi extintas, y de un apellido que algunos confunden con nombre de mujer.

El título de mi primer post me costó algunas noches pensarlo, empecé a cavar dentro de mi historia, genes, ancestros, familia, gustos y experiencias; y deduje entonces que no soy otra cosa que un citadino con alma montuna, el niñito de ojos achinados sentado en el taburete medio inclinado, el emocionado que ve la neblina en los campos, y el pensador que intenta buscar una explicación a lo que sea viendo hacia arriba desde una hamaca la palma del rancho de la tía.

Nací en Cartagena de Indias (Colombia) el día 21 de Mayo de 1988, clínica Blas de Lezo, 9:45 AM, de no haber sido por esta información extraída de mi primer álbum, ese documento basto de fotos eróticas y de cualquier otra acción que nos cause risa y vergüenza, nunca hubiese sabido la hora exacta de mi nacimiento; aunque pensándolo bien, no creo que haya nacido tan exacto, tal vez fue 9:43 o 9:44, aun así, si un numerólogo lo llega a saber, es capaz de decir que tengo un exitoso futuro, o tal vez sea el fiasco más grande de la humanidad por nacer justo a las y 45.

Mis ancestros tienen un gusto exquisito por lo ordinario, unos nacidos en Colosó (Sucre) -abuelos por parte de papá-, Chimá y Cotorra (Córdoba) -por parte de mamá-. Estoy por creer, que los pueblerinos son así, poseen un talento innegable para lo basto, lo grande, lo ancho lo inmenso lo eterno lo increíble, lo casi imposible y no sé qué otra palabra más agregar a otra cosa que simule un cuarto medido por hectáreas, o un árbol visto por kilómetros.

Extrañamente, eso ha llegado hasta a mí, mi abuelo por parte de papá, el montuno mayor, no lo pude conocer, pero hay testimonios que lo era, por ejemplo tuvo siete hijos, y no tuvo más porque mi abuela dijo ¡ya está bueno!, mi abuela, se bandeó siete criaturas, trabajaba en casas de familia, atendía la suya y hasta algún tiempo le sobraba para ir a misa. Mi papá, el montuno del medio, el orgulloso corroncho, es impecable en esto de la ordinariez, tanto así, que construyo nuestra casa con una sala tan amplia para que él pudiera entrar en bicicleta. En el patio tuvimos carneros, pavos reales, gallinas gallos pollitos tortugas… una anguila nació en la alberca de las hicoteas, recogíamos baldes con mangos, cerezas, guanábanas, plátanos, limones y chirimoya, y hasta un fallido viñedo tuvimos, todo auspiciado por el ordinario montuno de mi padre, al cual le debo la gran conexión que cargo con la naturaleza.

Esto de ser montuno es algo tierno, y sugiere hasta carcajadas sólo porque no hay otra cosa más que hacer con experimentar tanta corronchera. Mi mamá, india de genes, del bello departamento de Córdoba, la que debiera ser más montuna que todos -entre comillas claro-, es la elegancia pueblerina de la familia, ante penúltima de once hijos y dos adoptados. Por la otra vertiente de mi sangre, mi otro árbol genealógico, tampoco se quedan atrás.

Mi abuelo por parte de madre, que sólo pude ver en sus últimas energías por el mundo, era el que llevaba el hielo al pueblo en la época del corozo, es decir, cualquier cantidad de años atrás, ya se pueden imaginar todas las peripecias ordinarias que tuvo que hacer para medio tomarse un juguito frío, imagínense cajas de maderas gigantes llenas de hielo, derritiéndose por las calles de polvo hasta llegar a las tiendas. Otra historia montuna, otro rubro que anotar en la estadísticas de lo ordinario. Mi abuela, devoraba libros por días, digo devoraba porque ya no hace esas hazañas; y cuando todos mis tíos salían de paseo, todo el pueblo se enteraba porque la bulla era el aviso de la manada de locos que iba en camino.

En cambio, cuando todos mis tíos salían de paseo por la ciudad, y los llevaban a comprarles zapatos en el centro histórico, las cajas volaban por los aires para poder atender a siete niños endemoniados por la felicidad que los embargaba poder estrenar calzado cada dos años, o en su defecto, hasta que hubiese otra vez dinero. Lo jocoso de esto, es que después de que se medían todos los zapatos, mi abuelo pedía la cuenta, y al ver que según él era muy cara la compra, se los hacía quitar a todos con el pretexto de que él los conseguía más baratos en otro lado, y entonces el pobre dueño entraba en pánico y le tocaba rebajar el precio para poder justificar la comida del próximo día.

Como se han podido dar cuenta, algo de todas esas montunas experiencias han calado hasta mi presencia, algunas veces en mi acento se me nota, y por mucho que refine mi hablar golpeo sabrosamente un palabra sólo por pereza. Como ya ven, me acompaña la sangre del monte, ese mismo que ofrece una aroma a prosperidad en las mañanas, y un canto poético de cigarras a medio caer la noche. Vivo entre ese balance entre lo ordinario y lo humilde, entre la personalidad de padre y madre, de las anécdotas de mis abuelos, y de los caminos que he podido recorrer en ambos pueblos.

Soy un citadino con alma montuna, donde voy pregonando la vida tranquila de los campos, pero vivo en la agitada locura de la ciudad. Soy el pequeño hombrecito tirado en una hamaca sin tiempo y sin memoria, sintiendo el eco del guapirreo en mi cabeza, y disfrutando cada vez que puedo de la fría neblina montuna que me llena de tranquilidad. Los actos ordinarios que he mencionado en este escrito, que hacen parte de la vida real y que evidentemente no son todos; son una prueba viviente de las acciones extremas que hacemos todos para darle un brochazo de color a la vida, que por mucha vergüenza que nos quieran arrojar esos intermedios de la existencia, que miran a los demás con los ojos llenos de pedantería, se convierten en la carne vacía del olvido, mientras nosotros, los montunos que viven su vida ordinaria, retratan su felicidad en las palabras, y pregonan el álbum histórico de su pasado.


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