El saludo


Por los años 2009 todavía estudiaba, me repartía el tiempo entre dos carreras, empecé estudiando Producción de Radio y TV y posteriormente, después de una conversación muy seria con mi futuro, logré terminar la Comunicación Social-Periodismo, bueno, así dice el diploma. Un año atrás, después de tener fastidiados a los encargados del estudio de radio de la universidad, me dejaron ser monitor del mismo, digamos que me vieron las ganas de aprender –o tal vez se rindieron a mi intensidad-, y con algo de perseverancia logré hacerme un puesto en tan aclamado lugar.

En ese mismo espacio llegaron a mí con una propuesta, el director de programa de la facultad de Comunicación Social estaba buscando un “todero” que ayudara en un documental que se llamaría “Bicentenario ruta de encuentros” que realizaría una productora de la capital, nada menos ni nada más para el canal History Channel, al verme la cara de incrédulo, me dijo que no lo pensara mucho que igual yo era el que iba. En el papel, pues fácil, cargas trípodes, manejar boom –un micrófono grande en palabras castizas-, ayudar con las maletas, hacer de guía por la ciudad, entre oficios varios, en el papel, fácil, en la vida real, todo lo contrario.

Una semana duró mi labor como “todero”, el permiso en la universidad fue totalmente sencillo, no pusieron problemas, además necesitaban que unos de sus pupilos se codeara con gente de otras ciudades, cogiera sol un ratico y hasta se quemara la piel para justificar los estudios. Desde el primer día fue trabajo arduo, sin descanso; cargar equipos, llevar cosas, preparar micrófonos, transportarse por toda la ciudad, tensión por lo horarios y hasta discusiones hubo. En un día viajamos a San Basilio de Palenque y al otro a Bocachica, Fuerte-Batería de San José, Batería del Ángel San Rafael por mencionar algunos sitios; en realidad, lo normal, esos trajines pasan hasta en la producción más precaria del pueblito viejo.

Sin embargo, ya faltando pocos días para terminar la maratónica labor, nos concentramos un día entero para hacer una entrevista, nunca supe quién era el personaje hasta que lo tuve enfrente, existía como una neblina de misterio entre todos, era apenas lógico que personas del equipo si sabían, pero según, por seguridad, era mejor no mencionarlo. Esas cosas a uno le llaman la atención, o por lo menos a mí me causa una curiosidad extrema, ¿qué tan importante puede ser alguien que ni las personas que trabajan contigo te pueden decir?

Como de costumbre en este cielo cartagenero nos acompañaba un desenfrenado sol, pero mi fiel compañera, la botella de agua, se convirtió en la testigo de la aventura, hicimos una pequeña fila para entrar al lugar de la entrevista –por esos tiempos se llamaba Teatro Heredia, hoy Teatro Adolfo Mejía, todavía hay gente que lo llama como antes, tú sabes, rara costumbre del colombiano-. Yo, con toda esa aparatera encima, dos trípodes, un bolso inmenso para mi contextura y una caja negra eran como mis hijos en ese momento. Al llegar al sitio se podía olfatear una seguridad impecable, tres cordones de seguridad, uno afuera del lugar, otro al entrar, y otro en el sitio concreto de la entrevista.

Te pedían la cédula como unas tres veces, te hacían preguntas aleatorias casi sin sentido –para mí claro está, como por ejemplo, en qué barrio vivo-, y hasta las huellas dactilares debías poner en un aparato casi alienígena que te hacía una copia exacta de tu mano. Todo esto sucede sin yo saber quién era la persona a entrevistar, en mi vaga memoria por esas épocas pensé que era un actor muy famoso, alguna celebridad, a lo mejor alguien muy importante en el mundo para que realicen tan ostentoso protocolo de seguridad.

Hombres robustos casi gigantes regados por todos lados, gente hablando como con recelo entre ellos, personas casi estáticas analizando todo el entorno. Esperamos unos cinco o diez minutos, pero en ese tiempo todavía me daba vueltas la cabeza para tratar de por lo menos atinarle a quién podría ser, pero estaba abismado con ese ambiente tan tenso en el que se estaba, que no me daba la memoria para eso. Al rato se me acerca un señor, algo amigable él, y me pregunta que qué hago aquí, le dije que estaba trabajando, respuesta directa, como para que no le dieran más ganas de preguntar y de hecho no lo hizo.

Un chasquido de dedos puso en alerta a todas las personas que estábamos ahí, yo me fui para el puesto que me correspondía, cargué el boom –el micrófono grande- listo y preparado para hacer parte del equipo que entrevistaría a la persona enigmática hasta ahora. Primero entraron cuatro personas con chalecos, después un joven pelo rizado casi largo, dos mujeres y más hombres con chalecos, no se podía divisar el personaje hasta que llegó hasta nosotros, en ese corto trayecto lo bombardeaban con preguntas, el sólo contestaba sí, no, ahora confirmo, búsqueme, llame… órdenes, puras y simples órdenes.

Por fin llegó hasta nosotros, como es normal saludó primero al director, después a sus asistentes, por último se me acercó a mí: mucho gusto joven, Álvaro Uribe Vélez, le extendí la mano derecha, no contesté, hice un movimiento de cabeza que expresaba algo de respeto, pero lo más curioso, es que su rostro agotado que reflejaban ya algunas arrugas, no coincidían con la piel suave de sus manos, un contraste de tres segundos de nunca olvidar.

Se sentó, rápidas preguntas, rápidas respuestas, unas más extensas que otras; se puso de pie, nos volvió a dar la mano, se fue con su equipo y todo su sistema de seguridad, y caminando a un paso levemente ligero se perdió entre la gente. Ya con todos los equipos de producción recogidos, y con el deber cumplido, dirigiéndome a mí casa me pregunto, ¿cuántas decisiones ha tomado ese hombre con la misma mano que me extendió? ¿qué personas se han visto afectadas o beneficiadas con cualquier ademán que hayan realizado sus dedos? digamos que ambos tuvimos suerte en ese mismo saludo, menos mal que los pensamientos no se transmiten estrechándose las manos, así yo no tendría la mente confundida con esa conciencia que lo acompaña.


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