El síndrome de la purga


Hay que tenerle demasiado amor a esta ciudad ajena, a una Cartagena que se la han rifado, repartido, otorgado, vendido. Hay que ser muy nostálgico para poder creer en ella, creer en su gente, creer en los dirigentes, creer como ciudad y no como lugar de concretos en extravío. Quizás dentro de la nostalgia existe un tinte de esperanza, y dentro de la esperanza unas ganas infinitas de cambio, de alguna artimaña personal que tenga como principal ingrediente la fe, fe que ha sido maltratada desde siempre, fe que ha venido decayendo, que de momentos hace saltos agonizantes de vida para no desfallecer.

Empezar a usar la fe como principal arma en una ciudad muerta, más que una cita que intenta rozar la poesía, es una realidad que cada día toma más fuerza. Existe tímidamente entre algunos cartageneros, en aquellos que olemos a lo lejos algo de prosperidad y crecimiento, el síndrome de la purga, una depuración en primera instancia mental, que de alguna forma el cerebro empiece a acomodar las piezas que nos ayuden a ser un poco más ciudadanos, sacar ese civismo que grita y exige la ciudad, escarbar dentro de las reservas de ciudadanía y educación, y de una vez por todas poner a andar un carro que vaya repartiendo algo de amor propio por esta tierra de singulares desgracias.

Tal vez la cura de todos nuestros males como urbe está en nuestras mentes, quizás la solución a toda esta calamidad está en nuestras manos, y de eso, con tantos años que han pasado por estos cielos, con tanta agua que ha pasado por la bocana, todavía no nos hemos dado cuenta. Ya es recalcitrante la quejadera que nos agobia, nos levantamos aburridos de este infortunio que nos ha tocado, que nosotros mismos hemos construido, que evidentemente hemos alimentado, y que penosamente hemos omitido.

¿Cómo se podría entonces sacudir el polvo del desastre? Ser ante todo pronóstico, la persona en primera medida que intenta –o por lo menos piensa– curar poco a poco las enfermedades que la ciudad padece. Jamás una verdadera sociedad nacerá si prima el poder individual, eso va arraigado al poder y la ambición de cada quien. Ha sido palpable la devastación por la cual transcurre este territorio, única y exclusivamente por la codicia y el hambre de aquellos que se han creído inmortales. En este corral de mariamulatas, lo único que se ha hecho es cultivar odios y pastorear egoísmos.

A Cartagena de Indias le urge parirse otra vez, y en ese parto que ha de ser doloroso y difícil, se vislumbra muy lejos, el inicio de un imperioso cambio, donde ya se haga indiscutible el cansancio de la politiquería, donde exista por fin un dolor de residente, donde la piel de cada uno de nosotros sea el respaldo del progreso; entender que, ciudad es todo aquel que existe dentro de esta población, y que por ende, tiene derechos y deberes que cumplir.

Cosas tan básicas como las anteriores no las hemos podido entender, porque hemos sido incapaces de convivir, hemos sido los abanderados de la intolerancia y el racismo, de la deshonestidad y la mentira; de la terquedad y el engaño, eso somos, lastimosamente, ciudadanos de un pueblo que respira falsedad, que riega por las mañanas el árbol de la mendicidad, mientras vemos mansamente cómo hacen de lo nuestro una piñata. Eso somos, una fiesta para los demás, burla y jolgorio para unos, aplausos y cultura para otros, errores y problemas para nosotros, murallas y atardeceres para el mundo.

Esta ciudad se ha convertido en un ladrillo mutante, donde se acomoda a lo que se le necesite, es una opulencia que no nos pertenece. El síndrome de la purga sugiere estas verdades, exige esta cruda y descarnada sinceridad, certeza amarga que nos cuesta digerir; no es posible construir cuando no se reconocen los errores, cuando no aceptamos las catástrofes patrocinadas por los desaciertos. No pretendamos ubicar las velas en dirección al viento, cuando todavía no nos hemos puesto de acuerdo de qué manera subir al barco. Me niego a creer que estemos destinados al sexto caldero del infierno, no es posible que todavía no dimensionemos el concreto que estamos comiendo, que la avaricia y el orgullo esté por encima de todas las cosas, y que la muerte y el desamparo sea, como se ha demostrado una vez más, un acto podrido de las corrompidas almas que tiene como distracción, recrearse con lo que no les corresponde.

El síndrome de la purga es una verdadera catarsis, una limpieza acompañada de la verdad y de la razón, no un acto más de hipocresía que intente ganar adeptos y compañías de ovaciones y caravanas; no, el síndrome de la purga es el resultado de la franqueza, de la mala experiencia que nos ha tocado sortear por malas decisiones de los antepasados, de nuestra antigüedad, del inminente presente que forjamos, y del futuro que hemos decidido cimentar; tener la disposición y la suficiente inteligencia para comprender que nadie vendrá a solucionar este berenjenal, y que cada uno que decida vivir en este caldero, deberá aportar para su tan anhelado desarrollo.

El síndrome de la purga es adversidad, es ir contra aquellos que no desean el bienestar, que no les favorece el progreso colectivo sino su indecente individualidad, el síndrome, es una labor constante, es, ante cualquier otra cosa: un acto puro y sincero de responsabilidad de cambio, que ha sido manifestado por tanta deshonra y vergüenza por nuestra población, por la única ciudad que no tenemos, pero que seguimos defendiendo.


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