No hay forma de empezar. Estamos en medio de una pandemia y eso, por mucha explicación que abarque, por tanta extrañeza que esto contenga, cualquier cantidad de gente no logra entenderlo. Típico de nosotros, hasta no sentir el último susto, la inmortalidad nos coquetea. Si caso contrario fuera el acercamiento inminente de una lluvia de meteoritos que borraría a la Tierra de un punto insignificante de la vía láctea, cosa que tampoco está lejos de esta agobiante realidad, la gente entendería que la muerte está un poco más próxima y, por respeto, los desobedientes, podrían ver con sus ojos el verdugo que se acerca.
Caminamos entonces entre un virus mortal, con un tamaño aproximado entre 80 y 220 nanómetros de diámetro, un nanómetro equivale a una mil millonésima parte de un metro, saquen sus conclusiones, con una dosis necesaria de asombro y miedo. Tanta recreación que hemos consumido en pantallas y actores simulando una hecatombe mundial, tantas historias de desgracia, guerra y enfermedad que destruye el mundo ficticio, el único que ha tenido la gallardía de acogernos; tanto de toda esa ficción que aplaudimos, ha llegado a nosotros hace varios meses. Arribó esta vez de manera real, de forma tangible en todo el planeta que, para variar, ha demostrado no estar preparado.
Podríamos estar listos para una guerra, quizás; para un tsunami, de pronto; para un tornado, una inundación, un terremoto; preparados para el hambre, aunque la población siga muriendo de ella; para las enfermedades, sí, la historia nos ha dicho que, guardando todas las proporciones, hemos salido adelante; pero para un virus de estas magnitudes, para este hallazgo prematuro y avisado, entre otras cosas, no lo estamos, nunca lo hemos estado. A pesar que no es primera vez que esto acontece, de momento, manifestamos que tampoco lo vamos a estar. Lo anterior, un baño de realidad.
Todo ha cambiado. Eso tampoco lo entendemos, no, así la gente siga muriendo por miles, no lo comprendemos, no lo asimilamos porque, ¿no somos nosotros, los humanos, superiores a todo? ¿existe duda alguna que, estos engendros provenientes de los simios, monos, chimpancé o de quien sea, qué más da en este contagio mundial, somos los amos y dueños de cada cosa que se mueva? ¿cierto que eso somos? una masa andante de contradicciones jugando a ser dioses incrustados en una naturaleza que no respetamos, y lo que es peor aún, no la entendemos. Llevamos la bandera izada, exhibiéndonos como la mayor plaga que se ha esparcido en el tercer planeta de nuestro sistema solar.
Las economías fuertes del mundo están demostrando que no lo son tanto. Los empoderados, han rebuznado en la ambición y la codicia. Las economías débiles han revelado lo de siempre, su flaca realidad ya concebida que, en este conato de apocalipsis, no es distinta a lo indignante. Algunos presidentes han regado toda vergüenza obligando a que la producción no cese y por amor a Dios, no pare; otros, sin lugar a dudas, han evidenciado el deber ser. El dinero por encima de todo, unos muertos más no hacen mella, otra obra en óleo de la humanidad, representado de nuevo la oda sobre la ignorancia y ambición.
Colombia ha mostrado sus cartas. Reveló sin miedo sus intereses en tiempos de pandemia: salvar a quienes mantienen el establecimiento; no hemos tenido experiencia diferente, no hemos gozado, durante toda la existencia de este arrabal razón distinta. La historia ha marcado la pauta en esta tierra, para la guerra podemos estar dispuestos, para la salud, siempre limitados.