Ilustración: Paola Ortega @kiodoptera

Perversa mirada


Alzaba la mirada y admiraba desde la distancia ese diminuto monstruo, que desde mi existencia permanecía congelado como un pequeño peñasco en medio del mar. Me gustaba ver como se adornaba de una elegante torre condenada a la soledad. 

Sentía escalofríos, mis vellos se enloquecían al punto de sentir pequeñas puyitas que enloquecían mi existencia; pero seguía mi camino sin importar que esas sensaciones años más tarde, me llevarían a descubrir el gigante secreto que se escondía debajo de las faldas de una piedra a la que era difícil de llegar.

Sucedió que cuando sentí la primera mirada, jugaba a recoger las conchitas más frescas y blancas en un baldecito lleno de agua de mar. Tenía 9 años cuando mis ojos se enfrentaron con los ojos de aquel monumento blanco, que estático me declaró que se acercaban los buques provenientes de otros continentes a cargar el tesoro con la cáscara más blandita de quitar. Era mi fruta preferida, esa que es amarillita con manchas oscuras y que me recuerda a toda la familia de las musáceas que brillan en la zona más verde e infinita del Magdalena. 

Mientras los buques se acercaban, sentí enojo y a un lado dejé mi balde  y de una forma malcriada le exigí a mi mamá que era hora de volver a casa y sacar la arena y la sal de mi cuerpo. No soportaba cargar en mi piel algo que perturbaba mi andar.Esa misma noche, en medio de la oscuridad apareció un ojo con una iluminación de color blanco que hacia un giro de 180 ° sin parar. No sé a quién pertenecía esa pupila negra y profunda. Abría los ojos y se iba, pero si los cerraba ahí estaba esa mirada que me perturbaba a tal punto que prefería dejar la luz encendida.

Lo anterior se volvió costumbre y en medio de mis interminables pesadillas, descubrí que más allá de un ojo, había una mirada amarga que pertenecía a un ceño fruncido; pues no inspiraba esperanza y mucho menos tranquilidad. Ese ojo grande y rocoso  nunca dejaba de girar, y cada vez que lo miraba me llevaba a un  lugar conocido por el cual transitaba todos los días. Fue así como entendí que la mirada pertenecía a la elegante torre encargada de vigilar las tranquilas aguas saladas del mar. 

Me disgustaba tanto ver fijamente el misterioso ojo, no soportaba ver sus abundantes y largas pestañas. Cuando caminaba por la bahía y me percataba de su mirada, le gritaba que dejara de perseguirme; pues  llegaría el día en que me acercaría y le arrancaría de su ventana ese ojo perverso que no dejaba en paz a los turistas y bañistas de las playas que arropaban la tierra de mi ciudad.

¿Por qué odiaba su mirada? tal vez porque era la culpable del color opaco del mar, de las palmeras incompletas y de los atardeceres más cálidos que se desperdiciaban por  la poca atención de los caminantes de ese lugar.

Esa perversa mirada, la sentía en mi espalda cada vez que daba la vuelta y miraba hacia la ciudad. Me hacia sentir cada vez más cansada y caminar era una verdadera lucha, porque sentía que mis pasos cargaban el peso de mil recuerdos y promesas que se hicieron en su presencia. Pensaba cómo desde un morro, un ojo, era el vigilante estático que conocía perfectamente el movimiento de las olas y los secretos que muchos enterraban en las aguas más profundas del mar.

De repente, desapareció de mis sueños y a medida que era consiente de sus parpadeos, se esfumaba de mis temibles pesadilla. Fue así como mis pesadillas se convirtieron en historias blancas y vacías, en espacios fríos y  aburridos, sin los ojos de aquella fija mirada.

 Una mañana me levanté con ganas de caminar por la playa y sentir como poco a poco  olvidaba la profundidad y la perversidad de su encanto, pero los días pasaban y extrañaba sentir un bulto pesado en mi espalda, pues sentía libertad. No quería olvidarla, así que decidí ir hasta el peñasco del mar. Sin temores escalé las pequeñas, finas y puntiagudas rocas, llegué al lugar que iluminaba el agua escarchada y vi desde lejos la ciudad encendida.

Estaba en un lugar circular, pues habían unas escaleras que daban hacia un abismo  profundo. Coloqué mis pies en el primer escalón y sentí como el morro palpitaba al son del sonido del mar. Observé hacía el piso y la profundidad me enseñó que un corazón bombeaba y se movía como lo hacía el mio. 

Luego de subir más de 500 escalones, vi una ventana de cristal y en ese preciso momento una nueva sensación llegó a mi cuerpo, pues comprendí que estaba dentro de los ojos de un cuerpo rocoso testigo de la historia de una ciudad conquistada por españoles.

Acerqué mis ojos por aquella ventana y sin poder comprender, me vi a mi misma. Desde ese lugar me veía, me observaba y me analizaba.  Vi una pequeña niña recogiendo conchitas del mar, recuerdo exactamente ese día cuando mi mirada y la de ella se fijaron profundamente.

 Todos los días miles de turistas salen a disfrutar de  las bellas playas de la santa bahía y mientras toman el sol, una perversa mirada observa sus pasos, los persigue hasta la oscuridad y  poco a poco atrae sus miradas al ritmo de las olas del mar.


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